En este cuento, Silvia Cámara nos enfrenta a la persecución de un terrible asesino en serie de niños. La sorprendente resolución del caso dará un giro inesperado al argumento y nos hará pensar, entre otras cosas, en las políticas de la memoria.
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M.N. Detrás de ese
entramado juego se encontraban aquellos dos policías, habían encontrado ya en cinco cuerpos las
iniciales. Iban en busca de un asesino en serie que andaba suelto por la ciudad
de Madrid. Los cuerpos pertenecían a niños de entre cuatro y cinco años, los
primeros tres eran chicos, las sucesivas víctimas fueron niñas. Todos los
cuerpos presentaban marcas verdes en el cuello indicando que las muertes habían
sido provocadas por asfixia y las mismas marcas en la parte interior de los
muslos dónde parecía que también se
había ejercido fuerza, las iniciales estaban marcadas encima de los ombligos y
se mostraban rasurados los miembros sexuales de los pequeños como si hubiesen
intentado cortárselos. Los cadáveres aparecían siempre en lugares desolados como descampados,
barrancos y acequias fuera de las
ciudades, fuera de los ojos vigilantes. Nada raro habían visto los testigos y
familiares entrevistados, solo lograban sonsacar de ellos el desconcierto y los sollozos de aquellos que
pedían por la vida del asesino. Les suplicaban a los policías que encontrasen
pronto a aquel pervertido, a aquel
desalmado que violaba a sus hijos para luego asesinarlos. Los policías, una
vez más, cogían su libreta y bolígrafo y tranquilizaban a la gente diciendo que
harían todo lo posible para atraparlo.
Sus investigaciones
seguían siendo una incógnita. Podía ser un depravado el asesino, es verdad,
pero en ninguno de los cuerpos se encontraron signos de contacto sexual directo
ni restos de fluidos. Los periódicos comenzaron a ver en aquellos crímenes un
mensaje de protesta por parte del asesino, como que la situación y las decisiones del País estaban
acabando con el futuro de los niños, las pancartas empezaron a cubrirse con ese
eslogan “Están acabando con el futuro de
nuestros hijos” y la gente criticaba las formas y los métodos, pero no el
mensaje de aquel asesino. Una parte de la sociedad, sobre todo desempleados, se
habían unido a estas protestas , pero para el resto todo seguía igual, la
multitud de adultos seguían abarrotando las calles como si nada les preocupase.
Para entonces, un sexto cuerpo apareció, una niña rubita que esperaba a su
madre a la salida del colegio y que nunca más volvió a mirar hacia atrás. Los
padres empezaron a cerrar las puertas de sus casas, los colegios y parques
aparecían desolados día a día, el otoño había llegado y solo el rumor de las
hojas color ocre cubrían la estampa, como si no existiesen niños en este mundo.
La gente estaba atemorizada, le ponían cara al asesino, ¿sería moreno?¿sería un
yonqui?¿Sería un loco?. Solas, húmedas, tristes las calles, no mostraban risas
ni balones, simplemente trajes oscuros y caras serias con algún pensamiento, en
ningún café.
Las patrullas no dejaban
de rondar y Despis y Olvido, los policías encargados desde el primer momento
del caso habían revisado ya una y mil veces todos los alrededores de los
crímenes, pero nada sospechoso parecían haber visto los testigos por allí. Decidieron
cerrar el caso y archivarlo como no resuelto. La comisaría seguía con sus
papeleos, su ajetreo, el sonido imparable de los teléfonos, ladrones sentados a
la espera de un juicio que seguro les dará la absolución o prostitutas ansiosas
de fumar un cigarrillo al aire libre y el gordo comisario mirando a través de
la ventana pensando en qué aburrida se había convertido su vida desde que le
destinaron a ese despacho. Pero aún le quedaba una bala, un caso por resolver.
Descubrió en la otra parte de cristal, en el callejón que quedaba frente a la
comisaría a dos niñas, forcejeando con un chiquillo, de entre cuatro y cinco
años, al cual estaban intentando ahogar, cogió sus dos pistolas e intentó echar
a correr ,pero para entonces se dio cuenta que su barriga pesaba más que sus
piernas, así que mandó a dos de sus
agentes a por ellos. Subieron a los tres individuos, a la víctima lo guardaron
en un armario y a ellas las interrogaron. La primera en hablar y la que más
miedo en el cuerpo tenía fue Norma, se justificó entre balbuceos que Mery era
la que le había obligado a hacer todo eso. La segunda en hablar inmediatamente
fue Mery, diciendo que ella no tenía la culpa, que eso también se lo habían
hecho a ella de pequeña, su madre le intentó abandonar por diferentes hombres y
pasaba la mayoría de sus días en casa de su tía, la hermana de su madre; ella
le enseñó a jugar con las muñecas y a que los hombres jugaran con ella. Al
comisario no le dio ninguna pena aquella respuesta, estaba dispuesto a que las
niñas pagasen por todo lo que habían hecho, por todo el revuelo que habían
formado y por aquellas familias que habían perdido la compañía diaria de sus
pequeños y que ahora pedían justicia. Pasó por allí Clarín, el psicólogo de la
comisaria y vio dentro como interrogaban a aquellas dos muñequitas desoladas,
entró y preguntó que estaban haciendo con esas niñas. Los dos agentes y el
comisario le explicaron todo lo ocurrido y el psicólogo solo les formuló una
pregunta:
-¿Cómo habéis montado esta historia de
asesinato si en nuestra sociedad los niños dejaron de existir hace mucho
tiempo? Los niños a los que creéis haber
encontrado muertos son máquinas con aspecto de niños ¿no os acordáis que hace
cien años la ONU decidió enviar a los niños a la luna para que crecieran, no
sufrieran y fuesen devueltos a la tierra de adultos? Esto ha sido un despiste,
a veces el olvido juega malas pasadas.” Bajó al sótano a por los cadáveres y
les devolvió a las seis víctimas restauradas por la fábrica, y al séptimo que
estaba en el armario con su memoria de ese día borrada, dispuestas todas ellas para volver con sus dueños. Norma y Mery
fueron empaquetadas con sello y dirección a tienda para restablecer su sistema.
Y el psicólogo volvió con sus verdaderas víctimas, profesores que se habían
quedado sin alumnos a los que educar.
Silvia Cámara 2012
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