Un nuevo relato con un narrador que dosifica sabiamente la información, en este caso para crear un ambiente nebuloso tenso y ligeramente onírico. Empar Martí lo ha vuelto a conseguir:
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La viajera lee, o tal vez únicamente sujeta
el libro, en su asiento de primera clase, sola, junto a la ventanilla.
El visitante, mientras, ha llegado ante ese
departamento del vagón central. Observa
un poco. Espera. La viajera pasa
la hoja del libro. Entonces él abre la puerta; ella guarda su lectura; él entra
y se sienta.
Él no lleva ningún equipaje, solo un sombrero
que, negligentemente, sostiene sobre su rodilla. Pregunta: ¿Le
molesta que fume? Ella contesta: No,
adelante.
El tren aminora la marcha. Durante unos
segundos se detiene, y, al volver a moverse, también lo hace su conversación
que, de momento, avanza entre vaguedades. Los ojos de ella se iluminan.
La
locomotora despliega su potencia en la oscuridad, y las tenues luces dejan ver poca cosa más que siluetas.
Cualquier resto de paisaje queda ahora escondido, detrás de las cortinas de las
ventanillas. En ese instante la conversación ha vuelto por caminos
convencionales.
En un momento dado, él, con una sencilla
pregunta la sorprende: ¿Qué libro leía
usted? Oh, uno cualquiera. Ya, pero usted
perdone, mi curiosidad es insaciable. Ella continúa con evasivas. Él
insiste: cuando he entrado, usted ha
pasado la página de derecha a izquierda. Ahora ella parece que tiembla. Como
derrotada, le muestra el libro.
El visitante lo abre, lo lee, o parece
leerlo: Shema Israel Adonai Eloheinu
Adonai Ejad; Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno, comenta.
La viajera pasa en tan solo unos segundos del
aparente pánico a la sorpresa y el alivio. Parece como si ambos hubiesen
abierto unas ocultas compuertas que, durante mucho tiempo, hubiesen retenido
secretos inmensos. Esa apertura ha dado paso a una fluidez de verbos que solo
se detiene cuando, el tren, de manera casi imperceptible, comienza el proceso
de desaceleración.
Él se excusa, ella argumenta que también va
al lavabo. Ambos salen en sentidos opuestos, dejan atrás el baño y cruzan las
puertas que llevan a los respectivos vagones continuos. Dos hombres esperan en
el primer departamento de cada uno de los coches.
En los dos grupos de tres personas se
encienden cigarrillos. Los diálogos son casi idénticos en ambos extremos: él/ella es el hombre/mujer que buscábamos no
hay ningún tipo de duda, entendía el hebreo. Después de la conversación estoy segura/estoy seguro de que él/ella es
quien ha estado pasando a los judíos.
Repasan el plan. Cuando los agentes terminen
con el trabajo deberán abandonar el tren,
y tomar el expreso que llegará en
sentido inverso. La próxima cita, al día siguiente, en la otra parte de la
frontera.
Los
cigarrillos se agotan, el tren se detiene, y cuatro agentes que salen desde
puntos opuestos convergen en el departamento, ahora vacío. Se miran fríamente,
ocultando su sorpresa. Resignados y en silencio vuelven a sus puntos de origen.
En el
andén, ocultos entre el cúmulo de carbón y vapor, dos personas que esperan para
cruzar a la otra parte se reconocen cuando un golpe de viento aclara la niebla.
Ninguno de los dos oculta la extrañeza de ver al otro. Ambos avanzan hacia un
ya imposible reencuentro y ambos hunden la mano derecha en el bolsillo derecho
de la gabardina.
El
tren retoma la marcha. El inmenso silbido de la locomotora rompe el silencio
nocturno y ahoga cuatro ráfagas de metralleta, disparadas en diagonal. Las dos
figuras se inclinan, encontrándose. En un momento, tan fugaz como breve, forman
una equis perfecta. Un segundo después son dos cuerpos tendidos, uno sobre el
otro, en el andén oscuro y frío.
Empar Martí 2012.
La fotografía está extraída de un fotograma de la película El hombre de Londres (Bela Tarr, 2007)
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