domingo, 14 de octubre de 2012

El banco de enfrente

Otro cuento naturalista sobre la soledad y la exclusión social y su tendencia a reproducirse sin fin. Un texto con un narrador observador y preciso firmado por Mara Cabello.
Atención: tiene dos posibilidades de final...

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Sentado en el desvencijado banco del parque podía pasar como un viejo cualquiera que ocioso mata las horas viendo pasear a la gente. El Mellao no era tan distinto, le gustaba observar, sobre todo a las muchachas jóvenes, con sus ajustados pantalones, elevados tacones que la hacía marcar un paso al son de sus nalgas (nalgas bailan al son de los tacones), de enormes pechos, redondos, con escotes que, aunque parecieran discretos, eran erótica pura cuando se agachaban a recogerle la gorra que al pobre anciano se le había caído accidentalmente. Vagamente recordaba alguna sonrisa, pues su limitado campo de visión apenas abarcaba el torso y las caderas.

Enfrente, el Cojo, contemplaba desde el lado opuesto del parque a los ruidosos chiquillos jugando mientras escuchaba a las madres conversando acerca de lo bien que le come su niño, y lo mal que le duerme a la otra.

Y como cada tarde, un joven vendedor de cupones se acercaba a ellas cautivándolas con su mirada humilde, su agradecida y seductora sonrisa, arrancándoles sutilmente unas monedas a cambio de un trozo de papel que les ofrecía la posibilidad de soñar con una nueva vida.

-     - ¿Tienes el 74? A ver si el año que nací me trae suerte.

-       -Yo quiero el 22. Sácamelo con la máquina.

-      - ¿Y si compramos el mismo número? Así nos tocaría a todas.

     -O a ninguna.

Estallaron en carcajadas.

Las risas azotaban el fino oído del Cojo, el cual, en silencio, apoyado en su desgastado bastón, seguía con sus ojos saltones, mientras pellizcaba su papada, aquella transacción rutinaria.
Quiso la suerte que una inoportuna ráfaga de viento arrastrara consigo el número que sujetaba el donjuán cuando estaba a punto de acariciar los delicados dedos de una clienta. Un enjambre de ojos siguieron su fatal destino hasta el fondo del río árido que separaba la ciudad en el antiguo y el nuevo barrio. Pero lo que pudo ser tragedia se convirtió en augurio. Todas las gallinas acorralaron al gallo y se lanzaron a pedirle el mismo boleto que se había perdido entre deshechos y matojos.

El Cojo había contemplado la escena con tanta atención que, como buitre que vuela en círculos sobre un ser que agoniza, había retenido en su memoria el punto exacto donde calculaba que debía estar aquel pedazo de papel.

Lo mismo hizo el Mellao, que se preguntaba si el viejo de enfrente sería capaz de aventurarse a su búsqueda. Su nariz empezó a moverse como el hocico de un sabueso adiestrado para encontrar un rastro. Era un tic que despertaba cuando surgía un nuevo desafío en su monótona existencia. Debía controlarse si no quería delatarse, pues la mejor partida es aquella en la que el otro aún no sabe que está en el juego. Aquel premio sería suyo, por fin tendría la vida que se merecía, comodidades y lujos atraerían a muchas mujeres bellas. Un lisiado con cara de sapo indulgente no le impediría alcanzar sus más ansiados deseos.

A pesar de su mirada aparentemente perdida y desorientada, pues las situaciones incómodas le hacían bizquear y parpadear más de lo necesario, logró incorporarse con la ayuda de su deteriorado cayado. Arrastrando su pierna mala se alejó, más temprano de lo habitual, con una lentitud desmesurada.
Cada paso que se alejaba con su pesado bastón al Mellao se le hacía eterno. “Palo, pie, pie. Palo, pie, pie. Palo, pie, pie.” Se repetía mentalmente mientras observaba cómo se retiraba su rival de manera tan pausada que se le antojó que hubieran pasado horas hasta que se desvaneciera tras la esquina. Entonces, sonrió mostrando su boca mientras su la lengua acariciaba sus escasos dientes como quien saborea un delicioso pastel con solo mirarlo.

Gallinas y polluelos se fueron con su escándalo a sus respectivos corrales dejando el parque a merced de los gatos callejeros que acudían a rescatar los restos de merienda malogrados entre columpios y toboganes.

Aunque deseaba echar a correr en busca de aquel tesoro, cuya cruz en el mapa tenía dibujada en su cabeza, se esforzaba por contener ese impulso y aparentar normalidad. Sus pasos se dirigían casi en zigzag, como si tratara de dejar un rastro falso, en dirección al acceso del antiguo cauce del río.

El sendero era bastante ancho para que los coches pudieran sumergirse en aquel improvisado aparcamiento. Un camino escarpado y peligroso para recorrer a pie por viejas piernas, flácidas y débiles, que a duras penas soportaban el peso de su escuálido cuerpo, desdentado y con una mugrienta gorra. La pendiente era muy pronunciada, por lo que se apoyaba en el muro al tiempo que sus manos se sujetaban con fuerza a los matojos que asomaban entre las rocas y de los altos rastrojos que encontraba bajo sus pies.

Tan pronto como llegó al final se dio cuenta de que la peor parte estaba por llegar. Vegetación descuidada, escombros, piedras desiguales, y una extensión de terreno mucho mayor de la que imaginaba y cuya vista no podía abarcar por completo dibujaban un paisaje desolador. Desde arriba todo parecía mucho más sencillo. Lo que antes daba como una hazaña con éxito en aquel momento le pareció un reto casi imposible de superar. ¿Cuántas horas de luz le quedarían? ¿Dos a lo sumo? Debía pasar a la acción y dejarse de lamentos. Pensó en todas las señoras que rechazaría mientras él cortejaba a sus hijas regalándoles joyas. Siguió buscando en medio de botellas, bolsas de plástico, cartones, ropa interior y demás desechos en aquel barranco abrupto. El atardecer dio paso a la luna que asomó brillante como un enorme farola esférica que parecía alumbrar con mayor intensidad que otras noches.


Pelotas y patadas golpeaban incansables en el parque mientras las madres de los más pequeños trataban de esquivar los posibles balonazos salvaguardándoles de cualquier posible daño. Una niña de unos 3 años gritaba perseguida por otra que quería arrebatarle su carro de muñecas. Coletas, cochecitos, risas, lloros, “¡mamá, mamá!” y un corrillo de mujeres que bocadillito en mano administraban la merienda a los divertidos colegiales.

El Cojo admiraba la escena desde su banco. Aquel barullo, que acabaría con la salud de muchos, a él le daba la vida, le recordaba los buenos tiempos de su niñez, y, como en una noria eterna, quedaba atrapado en un bucle de maravillosos recuerdos. Prefería mil veces aquel alboroto que el sepulcral silencio de su hogar.

El joven apuesto, puntual y fiel a su ritual se aproximó al área de juego.

-      - ¿Qué numero salió ayer?

-      - ¿Nos ha tocado algo?

-      - ¡A ver qué día nos das un premio!

Soltó una de las manos con las que sujetaba su deteriorado bastón y se la llevó a la papada, la pellizco suavemente y empezó a jugar con ella agitándola. Era su reacción cada vez que quería asegurarse de que no había muerto y estaba en una ensoñación. Añoraba en aquella estampa diaria un personaje pintoresco con una gorra descuidada.

No había nadie en el banco de enfrente.

Pensó en la noche anterior, cuando atento al televisor aguardaba expectante el momento en el que se anunciaría el número premiado de aquel sorteo. Había fantaseado con lo que haría si le tocara un premio. Mandaría construir un parque grandioso al que le pondrían su nombre. Un espacio en el que los mayores verían corretear, brincar, divertirse y crecer a niños y niñas. Y aunque las generaciones futuras le olvidaran, su nombre al menos les resultaría familiar puesto que permanecería dibujado con letras ostentosas en la entrada de una inmensa puerta de hierro forjado. Pero aquel fascinante plan fracasó en el momento en que se anunció el cupón ganador. Ya no iba a necesitar salir en busca de aquel trocito de hoja impresa de ilusiones.

Seguía faltando el viejo de la sonrisa truculenta en el banco de enfrente.

Un grupo de jóvenes se ocultaba en los bajos del río árido huyendo de miradas indiscretas. Entre caladas y tragos sus dedos se movían ágilmente cuál hormigas danzarinas sobre el teclado de sus móviles. Ni las bocanadas de humo ni el alcohol enturbiaban su flujo de tweets y whatsApps. Era tal el dominio que incluso podían  escribir con una sola mano mientras acercaban la botella o la colilla a sus labios.  Lo sorprendente fue que uno de ellos reparara en una desgastada gorra. La recogió con un veloz gesto para, a continuación, como un acto reflejo tan natural como respirar, hacerse una foto y cambiar su imagen de perfil. Decenas de amigos señalaban “me gusta” al tiempo que otros publicaban “Q bien t kda”, “Stas mas guapo pq no se ve tu kra, jeje”. En apenas treinta minutos más de cincuenta comentarios le invadían, aunque ninguno preguntaba por el paradero del dueño de aquella singular gorra.

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El cuento tiene dos opciones de lectura. El lector puede darlo por concluido aquí (final abierto). Cualquier cosa ha podido ocurrirle entonces.  Si prefiere saber cuál de entre todas las variables infinitas era la que el destino le tenía reservado, puede seguir leyendo
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La pierna le dolía intensamente, la edad parecía hacerle inmune a los efectos de los fármacos de los que había abusado con frecuencia. La sensación de alivio le llegaba cuando su cuerpo exhausto y débil se sumía en un sueño revitalizador. Sin embargo, no había mejor remedio que la atención personalizada que recibía cada vez que presionaba el botón de asistencia. Petición que se materializaba en un esbelto y femenino cuerpo uniformado con una corta bata blanca dirigiéndose hacia él, como un ángel con un aura sensual que le abrazaba con sus alas sumergiendo su rostro entre sus senos. En su ensoñación fantaseaba mientras su nariz se agitaba tratando de olfatear ese aroma de mujer y su boca desdentada dibujaba una sonrisa. No había hecho falta ganar ningún premio para tener a una joven y bella muchacha a su disposición. La larga y accidentada noche, finalmente, se vio recompensada.

Mara Cabello 2012

El cuadro "El hombre sentado en un banco", de Horace Pippin procede de boverijuancarlospintores.blogspot.com.es

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