Otro cuento naturalista sobre la soledad y la exclusión social y su tendencia a reproducirse sin fin. Un texto con un narrador observador y preciso firmado por Mara Cabello.
Atención: tiene dos posibilidades de final...
___________________________
Sentado
en el desvencijado banco del parque podía pasar como un viejo cualquiera que
ocioso mata las horas viendo pasear a la gente. El Mellao no era tan distinto, le gustaba observar, sobre todo a las
muchachas jóvenes, con sus ajustados pantalones, elevados tacones que la hacía
marcar un paso al son de sus nalgas (nalgas bailan al son de los tacones), de
enormes pechos, redondos, con escotes que, aunque parecieran discretos, eran
erótica pura cuando se agachaban a recogerle la gorra que al pobre anciano se
le había caído accidentalmente.
Vagamente recordaba alguna sonrisa, pues su limitado campo de visión apenas
abarcaba el torso y las caderas.
Enfrente,
el Cojo, contemplaba desde el lado
opuesto del parque a los ruidosos chiquillos jugando mientras escuchaba a las
madres conversando acerca de lo bien que le come su niño, y lo mal que le
duerme a la otra.
Y
como cada tarde, un joven vendedor de cupones se acercaba a ellas cautivándolas
con su mirada humilde, su agradecida y seductora sonrisa, arrancándoles
sutilmente unas monedas a cambio de un trozo de papel que les ofrecía la
posibilidad de soñar con una nueva vida.
- - ¿Tienes el 74? A ver si el año que
nací me trae suerte.
- -Yo quiero el 22. Sácamelo con la
máquina.
- - ¿Y si compramos el mismo número?
Así nos tocaría a todas.
-O a ninguna.
Estallaron
en carcajadas.
Las
risas azotaban el fino oído del Cojo,
el cual, en silencio, apoyado en su desgastado bastón, seguía con sus ojos
saltones, mientras pellizcaba su papada, aquella transacción rutinaria.
Quiso
la suerte que una inoportuna ráfaga de viento arrastrara consigo el número que
sujetaba el donjuán cuando estaba a punto de acariciar los delicados dedos de
una clienta. Un enjambre de ojos siguieron su fatal destino hasta el fondo del
río árido que separaba la ciudad en el antiguo y el nuevo barrio. Pero lo que
pudo ser tragedia se convirtió en augurio. Todas las gallinas acorralaron al
gallo y se lanzaron a pedirle el mismo boleto que se había perdido entre
deshechos y matojos.
El
Cojo había contemplado la escena con
tanta atención que, como buitre que vuela en círculos sobre un ser que agoniza,
había retenido en su memoria el punto exacto donde calculaba que debía estar
aquel pedazo de papel.
Lo
mismo hizo el Mellao, que se
preguntaba si el viejo de enfrente sería capaz de aventurarse a su búsqueda. Su
nariz empezó a moverse como el hocico de un sabueso adiestrado para encontrar
un rastro. Era un tic que despertaba cuando surgía un nuevo desafío en su
monótona existencia. Debía controlarse si no quería delatarse, pues la mejor
partida es aquella en la que el otro aún no sabe que está en el juego. Aquel
premio sería suyo, por fin tendría la vida que se merecía, comodidades y lujos
atraerían a muchas mujeres bellas. Un lisiado con cara de sapo indulgente no le
impediría alcanzar sus más ansiados deseos.
A
pesar de su mirada aparentemente perdida y desorientada, pues las situaciones
incómodas le hacían bizquear y parpadear más de lo necesario, logró incorporarse
con la ayuda de su deteriorado cayado. Arrastrando su pierna mala se alejó, más
temprano de lo habitual, con una lentitud desmesurada.
Cada
paso que se alejaba con su pesado bastón al
Mellao se le hacía eterno. “Palo,
pie, pie. Palo, pie, pie. Palo, pie, pie.” Se repetía mentalmente mientras
observaba cómo se retiraba su rival de manera tan pausada que se le antojó que
hubieran pasado horas hasta que se desvaneciera tras la esquina. Entonces,
sonrió mostrando su boca mientras su la lengua acariciaba sus escasos dientes como
quien saborea un delicioso pastel con solo mirarlo.
Gallinas
y polluelos se fueron con su escándalo a sus respectivos corrales dejando el
parque a merced de los gatos callejeros que acudían a rescatar los restos de
merienda malogrados entre columpios y toboganes.
Aunque
deseaba echar a correr en busca de aquel tesoro, cuya cruz en el mapa tenía
dibujada en su cabeza, se esforzaba por contener ese impulso y aparentar
normalidad. Sus pasos se dirigían casi en zigzag, como si tratara de dejar un
rastro falso, en dirección al acceso del antiguo cauce del río.
El
sendero era bastante ancho para que los coches pudieran sumergirse en aquel
improvisado aparcamiento. Un camino escarpado y peligroso para recorrer a pie
por viejas piernas, flácidas y débiles, que a duras penas soportaban el peso de
su escuálido cuerpo, desdentado y con una
mugrienta gorra. La pendiente era muy pronunciada, por lo que se apoyaba en el
muro al tiempo que sus manos se sujetaban con fuerza a los matojos que asomaban
entre las rocas y de los altos rastrojos que encontraba bajo sus pies.
Tan
pronto como llegó al final se dio cuenta de que la peor parte estaba por llegar.
Vegetación descuidada, escombros, piedras desiguales, y una extensión de
terreno mucho mayor de la que imaginaba y cuya vista no podía abarcar por
completo dibujaban un paisaje desolador. Desde arriba todo parecía mucho más
sencillo. Lo que antes daba como una hazaña con éxito en aquel momento le
pareció un reto casi imposible de superar. ¿Cuántas horas de luz le quedarían?
¿Dos a lo sumo? Debía pasar a la acción y dejarse de lamentos. Pensó en todas
las señoras que rechazaría mientras él cortejaba a sus hijas regalándoles
joyas. Siguió buscando en medio de botellas, bolsas de plástico, cartones, ropa
interior y demás desechos en aquel barranco abrupto. El atardecer dio paso a la
luna que asomó brillante como un enorme farola esférica que parecía alumbrar
con mayor intensidad que otras noches.
Pelotas
y patadas golpeaban incansables en el parque mientras las madres de los más
pequeños trataban de esquivar los posibles balonazos salvaguardándoles de
cualquier posible daño. Una niña de unos 3 años gritaba perseguida por otra que
quería arrebatarle su carro de muñecas. Coletas, cochecitos, risas, lloros,
“¡mamá, mamá!” y un corrillo de mujeres que bocadillito en mano administraban
la merienda a los divertidos colegiales.
El
Cojo admiraba la escena desde su
banco. Aquel barullo, que acabaría con la salud de muchos, a él le daba la
vida, le recordaba los buenos tiempos de su niñez, y, como en una noria eterna,
quedaba atrapado en un bucle de maravillosos recuerdos. Prefería mil veces
aquel alboroto que el sepulcral silencio de su
hogar.
El
joven apuesto, puntual y fiel a su ritual se aproximó al área de juego.
- - ¿Qué numero salió ayer?
- - ¿Nos ha tocado algo?
- - ¡A ver qué día nos das un premio!
Soltó
una de las manos con las que sujetaba su deteriorado bastón y se la llevó a la
papada, la pellizco suavemente y empezó a jugar con ella agitándola. Era su
reacción cada vez que quería asegurarse de que no había muerto y estaba en una
ensoñación. Añoraba en aquella estampa diaria un personaje pintoresco con una
gorra descuidada.
No
había nadie en el banco de enfrente.
Pensó
en la noche anterior, cuando atento al televisor aguardaba expectante el
momento en el que se anunciaría el número premiado de aquel sorteo. Había
fantaseado con lo que haría si le tocara un premio. Mandaría construir un parque
grandioso al que le pondrían su nombre. Un espacio en el que los mayores verían
corretear, brincar, divertirse y crecer a niños y niñas. Y aunque las
generaciones futuras le olvidaran, su nombre al
menos les resultaría familiar puesto que permanecería
dibujado con letras ostentosas en la entrada de una inmensa puerta de hierro
forjado. Pero aquel fascinante plan fracasó en el momento en que se anunció el
cupón ganador. Ya no iba a necesitar salir en
busca de aquel trocito de hoja impresa de ilusiones.
Seguía
faltando el viejo de la sonrisa truculenta en el banco de enfrente.
Un
grupo de jóvenes se ocultaba en los bajos del río árido huyendo de miradas
indiscretas. Entre caladas y tragos sus dedos se movían ágilmente cuál hormigas
danzarinas sobre el teclado de sus móviles. Ni las bocanadas de humo ni el
alcohol enturbiaban su flujo de tweets
y whatsApps. Era tal el dominio que
incluso podían escribir con una sola
mano mientras acercaban la botella o la colilla a sus labios. Lo sorprendente fue que uno de ellos reparara
en una desgastada gorra. La recogió con un veloz gesto para, a continuación,
como un acto reflejo tan natural como respirar, hacerse una foto y cambiar su
imagen de perfil. Decenas de amigos señalaban
“me gusta” al tiempo que otros publicaban “Q bien t kda”, “Stas mas guapo pq no
se ve tu kra, jeje”. En apenas treinta minutos más de cincuenta comentarios le invadían,
aunque ninguno preguntaba por el paradero del dueño de aquella singular gorra.
___________________
El cuento tiene dos opciones de lectura. El lector puede darlo por concluido aquí (final abierto). Cualquier cosa ha podido ocurrirle entonces. Si prefiere saber cuál de entre todas las variables infinitas era la que el destino le tenía reservado, puede seguir leyendo
_____________________
La
pierna le dolía intensamente, la edad parecía hacerle inmune a los efectos de
los fármacos de los que había abusado con frecuencia. La sensación de alivio le
llegaba cuando su cuerpo exhausto y débil se sumía en un sueño revitalizador.
Sin embargo, no había mejor remedio que la atención personalizada que recibía
cada vez que presionaba el botón de asistencia. Petición que se materializaba
en un esbelto y femenino cuerpo uniformado con una corta bata blanca dirigiéndose
hacia él, como un ángel con un aura sensual que le abrazaba con sus alas
sumergiendo su rostro entre sus senos. En su ensoñación fantaseaba mientras su
nariz se agitaba tratando de olfatear ese aroma de mujer y su boca desdentada
dibujaba una sonrisa. No había hecho falta ganar ningún premio para tener a una
joven y bella muchacha a su disposición. La larga y accidentada noche,
finalmente, se vio recompensada.
Mara Cabello 2012
El cuadro "El hombre sentado en un banco", de Horace Pippin procede de boverijuancarlospintores.blogspot.com.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario