lunes, 15 de octubre de 2012

El hijo de la limpiadora


Este es último cuento escrito en el Taller utilizando un narrador de inspiración naturalista. Nos cuenta la historia de Dani, un adolescente que asistía al mismo colegio en que su madre trabajaba de limpiadora. Está firmado por Jesús Peris Llorca.

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Dani era el hijo de una de las limpiadoras. Por eso podía asistir él a aquel colegio religioso de clase alta. Siempre había sido así, y no era un secreto para nadie. Pocos de sus compañeros sabían cómo se llamaba su madre. Todos sabían que formaba parte de ese pequeño ejército de mujeres silenciosas que entraban en las aulas cuando habían acabado las clases. Alguna vez se cruzaban con ellas. Los martes y los jueves cuando había entrenamiento de baloncesto. Dani miraba a su madre entonces desde lejos. Ella le devolvía la mirada. Él, casi siempre, al menos hasta segundo de la ESO la saludaba con la mano. Ella le devolvía el saludo, y sonreía casi imperceptiblemente.

Le costaba mucho reprimir la tentación de ir junto a él para asegurarse de que se había comido toda la merienda, o para ponerle la camiseta por dentro del pantalón, o subirle los calcetines que llevaba, como siempre, hechos un lío en los tobillos. Pero era mejor así. Gozaba de verlo confundido entre todos aquellos niños tan finos, tan de familia bien. Ella había limpiado muchas veces en casas de familias así. Conocía la mirada arrogante de los adolescentes ricos al hablar con el servicio, la falsa confianza de algunos de ellos, o la curiosidad de quien aprovecha para recibir noticias de vidas ajenas y exóticas. Ahora, Dani, visto desde aquella distancia, parecía uno de ellos, todos vestidos con la misma camiseta del equipo de baloncesto del colegio, distinguido tan solo por la trencita que marcaba orgullosa su diferencia. Y también por las espectaculares estadísticas anotadoras que lo habían convertido en una de las figuras del equipo, en el ojito derecho del entrenador.

Dani, en general, se sentía bien. Es verdad que a veces tenía que hacer frente a algunas bromas de bastante mal gusto sobre la marca –o mejor la ausencia de ella- de sus ropas. Sobre todo de Borja, la otra gran figura del equipo de baloncesto, cuya sonrisa de rubio perfecto a veces apuntaba trasfondos turbios. Pero había encontrado su propio estilo, la ropa ancha, las chaquetas con capucha. Y normalmente encontraba la pulla perfecta para responder. ¡Qué orgullo cuando detectaba haber acertado al responder a aquel niño pijo, al percibir la duda, el ligero temblor en las pullas defensivas! Porque él no iba vestido así porque le gustara a su mamá, no. Él elegía. Y pensaba en sus ídolos, en cantantes de hiphop que Borja no tenía ni idea de que existieran. Qué satisfacción sentirlo recular. Sentir que él, Dani, el hijo de la limpiadora, poseía un saber al cuál sus amigos pijos podían asomarse muy de lejos, y dependiendo de él, un saber el difuso prestigio del cuál no podían dejar de reconocer.

Es verdad también que en determinados momentos debía optar por el silencio, o afectar indiferencia. A las vacaciones en Jávea, alternadas con un viaje con los padres a alguna capital europea, él no podía responder relatando las fiestas del pueblo de Jaen de donde procedía su madre y donde pasaban el verano. Eso es verdad. Aunque había hazañas eróticas más o menos reales, o información precisa sobre los efectos del alcohol y otras sustancias que sí podían competir con las informaciones a veces de tercera mano que el propio Borja, o  M﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽camino al colegio. Dani vivenn Gonzalo coincidasombrado, referBorja, o çir la duda, el ligero temblor en las pullas deÁlex, siempre con aire misterioso, o Gonzalo, con candor asombrado, referían más o menos de tercera mano.

Por todo ello,  Dani sentía que tenía un lugar en aquel grupo, su lugar. Con Gonzalo coincidía cada mañana de camino al colegio. Dani vivía más lejos, pero ambos formaban parte del reducido grupo de chavales que iban caminando a clase. Casi todos los días, Dani lo veía caminar ante él por la avenida que debían recorrer obligatoriamente. Entonces echaba a correr, pero volvía a caminar justo antes de alcanzarle. Gonzalo, absorto en sus cosas, o charlando con el empollón Iván, normalmente no se daba ni cuenta, así que cada mañana una “colleja” era el saludo obligado. Gonzalo respondía con una exclamación malsonante y un puñetazo en el estómago que Dani casi siempre esquivaba. Iván, cuando estaba, se quedaba al margen, tal vez tratando de decidir qué papel debía adoptar en aquella obra repetida. Qué tío, Iván. Si no fuera porque a veces soplaba respuestas en los exámenes, y por un sentido del humor bastante peculiar respecto a los profesores, sería insoportable. Aquellas dos cualidades lo salvaban bastante, aunque no se librara de que alguna vez Borja le quitara las gafas, o de las insinuaciones obscenas de Álex sobre su amor platónico y sin esperanza por Sandra, la chica del pelo rizado que se sentaba justo dos pupitres por delante, o de que alguna de las palabras inusitadas que colocaba en cualquier conversación provocaran un estallido de carcajadas, y se convirtieran en broma reiterada durante semanas. “Conspicuo”, había sido la última de ellas.

Iván, Gonzalo y Dani entraban en clase juntos, con sus mochilas, sus chaquetas, sus bocadillos envueltos en papel de plata, sus deberes, y, hasta hacía apenas dos años, sus grandes fajos de cromos de la liga. Y ocupaban sus lugares en la clase, Dani sentado junto a Álex. Y guardaban dificultosamente silencio en el cuarto de hora de reflexión y oración que antecedía a las clases cada mañana. Y amagaban carcajadas calculadamente mal reprimidas.

La verdad es que era una suerte para Dani que las bromas sobre amores de sus amigos fueran todas destinadas a Iván. Así no prestaban demasiada atención a la compañera de pupitre de Sandra, a la hermosísima y luminosa Rocío.

Rocío, para Dani, lo tenía todo: unos cabellos castaños claros que brillaban en primavera con el sol que entraba por las ventanas; unos ojos de color miel, que miraban soñadoramente, y que despertaban extrañas dulzuras en el corazón; una naricita menuda y graciosa; y unos labios pequeños pero carnosos que producían confusas fantasías. Pero había más: unos pechos menudos, pero turbadoramente presentes bajo las blusas de niña buena que solía vestir entre semana, y unas curvas definitivamente sugeridas por sus pantalones vaqueros o las faldas largas y floreadas con que los alternaba.

Y todavía más. Rocío era la empollona de la clase. Con su voz dulce, tímida pero firme, respondía de manera implacable cada pregunta del profesor. Todos la utilizaban como garantía de respuesta segura, junto con Iván, cuando los silencios, o las respuestas disparatadas eran todo lo que obtenían. D y R, podía leerse muy pequeño en todos los libros de texto de Dani. D y R, tallado con navaja en uno de los bancos de la avenida. D y R, en la cajonera del pupitre, escondido, bajo sus libros. Y siempre enmarcado por un corazón y una flecha. Menos mal que él no era tan pardillo como Iván. A él nadie podía sospecharle las ternezas inusitadas que a veces se le escapaban mirando tanta belleza absoluta. Normalmente, cuando temía haberse delatado, hacía él mismo un chascarrillo sobre Iván. Que mira que era capullo. Mira que volverse loco por Sandra, que era, sin lugar a dudas, una petarda.

Dani y Rocío además eran amigos desde hacía varios cursos. En su caso, lo que les unió fue la música. Rocío tenía una vasta cultura musical que venía de sus padres. No solo escuchaba a Pereza y El canto del Loco, que también, sino que podía sorprender a Dani con música de U2 o de los Simple Minds que su padre le había puesto desde pequeña. Y, sobre todo, tenía una gran curiosidad. Por eso, escuchaba y comentaba las canciones de Nach, o de La Excepción, que él le pasaba. Y eso, solo lo hacía ella. Ni Borja, ni Álex, ni Gustavo, ni siquiera Iván, que iba de pop alternativo.

Normalmente hablaban los martes y los jueves entre la última clase y el inicio del entrenamiento. Ahí comentaban el último grupo o la última cancil no era como su madre, no era como ella. amiga, y ella lo aceptaba como era. No se iba a disfrazar para ir a la fiesta. Claro qón que habían descubierto. Ahí charlaban de las clases y los exámenes. Ahí Dani se sumergía en aquellos ojos claros. Alguna vez sorprendió la mirada de Borja hacia ellos. Pero le daba igual. Aquel mundo de canciones y de referencias compartidas era de ellos dos y de nadie más. Nadie podía entrar en él. Con ningún otro chico tenía Rocío esa relación especial que tenía con él. Y era algo dado, además. Algo que venía de las sombras de la infancia. Algo asumido por todos.

Un día, un jueves de primavera, Rocío le dijo que iba a celebrar su cumpleaños en casa. Catorce luminosos años iba a cumplir. Y sus padres, por fin, habían aceptado invitar a su casa no solo a sus sempiternas amigas, sino también a algunos chicos. Era la primera vez. Él, claro, estaba entre ellos. También, entre los de clase, Borja. La fiesta, una merienda, sería el viernes de la semana siguiente. Rocío le preguntó si su madre le dejaría. Él, por supuesto, respondió que sí.

Su madre, en efecto, le concedió rápidamente el permiso. Pero al hacerlo le dijo algo que le molestó profundamente. Le preguntó que cómo pensaba ir vestido, que a lo mejor le convenía comprarse algo de ropa para la ocasión. Unos pantalones y un polito. Dani respondió muy airadamente. Qué se había creído su madre. Rocío no era una pija, ni una petarda. Era su amiga, y ella lo aceptaba como era. No se iba a disfrazar para ir a la fiesta. Claro que no. Porque él no era como su madre, no era como ella. Él no iba a tener que limpiar pisos para ganarse la vida, claro que no. Él hacía lo que le daba la gana, y al que le gustara pues bien, y al que no, que se jodiera. Sí, mamá, que se jodiera. Y no me vengas con que no diga palabrotas, que ya no soy ningún niño.

Así, el viernes del cumpleaños, acudió puntual a la cita. El regalo, estaba claro. Un CD en edición especial de un grupo de hip hop neoyorquino que le fascinaba. Estrenó camiseta, es verdad, pero no la chaqueta con capucha que se puso encima, ni los vaqueros negros.

La aventura comenzó ya al subir al metro. Era la primera vez que tomaba el metro solo. Después de la primera estación pudo mirar desde la ventanilla el edificio del colegio; rojo, con las ventanas enmarcadas en verde, al final del pueblo. Por el otro lado del tren se veían campos de naranjos. Allí, en el medio, en la frontera, estaba la vía del tren. Y adentro, él, dispuesto a conquistar la ciudad, a vivir su propia vida. A conocer –no se lo había dicho hasta aquel momento- a los padres de Rocío. Poco después de haber percibido la magnitud de su reto, el tren se hundió en el subsuelo.

Al salir por las escaleras de la estación de metro Colón, se sintió un poco abrumado por la multitud que caminaba en todas direcciones. Tuvo que detenerse un momento para orientarse y caminar en la dirección correcta hacia la casa de Rocío. Al tercer intento, dio con la calle. Comprobó en su teléfono móvil el sms en que la chica le enviaba la dirección, y, pronto, se vio ante un portal inmenso, enfrentando la mirada desconfiada de un portero de mediana edad.

-¿Qué buscas? –le preguntó ásperamente.

-Voy a la puerta 14.

-¿Seguro? ¿No te habrás equivocado de portal?

-No. Es aquí. Voy al cumpleaños de Roco, eh?﷽﷽﷽﷽.
tiz de inseguridad que le dio muchnfrentando la mirada ra orientarse y caminar en la direccitre el pueblo y los campío. Respondió con seguridad, pero sin poder evitar un leve matiz de inseguridad que le dio muchísima rabia.

-¿De Rocío, eh?

El portero llamó por el interfono que había detrás de su mesa. Una voz de mujer, con un matiz metálico que venía no sólo de aquel mecanismo, le respondió muy seca.

-¿Qué quieres, Julián?

-Aquí hay un niño que dice que va a ver a Rocío. Sólo quería confirmarlo.

-¿Cómo se llama?

-¿Cómo te llamas, chaval? –le dijo, casi con sorna.

-Daniel. –Respondió tartamudeando un poco.

-Dice que se llama Daniel.

-Ah, Dani. Dile que suba.

Dani no esperó el permiso del portero. Exultante, se dirigió al ascensor. El corazón latía desbocado, y no sabía si era por excitación, por su triunfo ante el escrutinio del portero, o por nerviosismo puro, por un innominado temor. Siete pisos por encima de él le esperaba la propietaria de aquella voz metálica. No había pensado mucho en ello, y ahora no sabía si estaba del todo preparado para afrontarla.

Cuando salió del ascensor, la puerta 14 estaba abierta. Entró, lentamente, con un cierto aire de merodeador. Le impresionó el espejo de la entrada, con el marco dorado, lleno de curvas. Su mirada quedó prendida de una cómoda primorosamente labrada llena de figuritas de porcelana, cuando una voz, en la que reconoció la del interfono, le sacó de su ensimismamiento.

-Pasa, Dani. Pasa. No te quedes ahí pasmado. Yo soy Maria Dolores, la mamá de Rocío.
Dos cosas le llamaron la atención de aquella figura femenina que emergía de las profundidades de la casa: la primera, la elegancia de su traje, que marcaba su figura y sus pechos. No pudo evitar con azoramiento que sus ojos pasaran de las figuritas de la cómoda al escote de aquella versión completa de Rocío. La segunda, su mirada. Una mirada inquisitiva, que lo recorrió de arriba abajo, y que le hizo mirarse a sí mismo, y reparar en sus viejísimas (y comodísimas) zapatillas

-Así que tú eres Dani… Rocío me ha hablado tanto de ti.

La “a” de tanto sonó excesivamente alargada. Y Dani sintió que algo en su pecho oscilaba al compás de aquella vocal anómala. Por un momento lamentó no haberse comprado el polito que le recomendó su madre.

-Encantado, señora. –Alcanzó a decir.

-Pasa, pasa. Que tus amigos ya se están divirtiendo.

En efecto, del fondo del pasillo lleno de cuadros llegaba el sonido de la música. No era hip hop, desde luego. Ni tampoco los viejos vinilos del padre. Dani la siguió, demasiado confuso para reconocerla. Y tampoco pudo hacerlo cuando se asomó al umbral de una gran habitación, con una enorme y recargada mesa llena de panecillos con su prometedor relleno, de patatas fritas, que crujlo con mirarlas, de cacahuetes, como piedras preciosas para un ritual desconocido.
e patatas fritas, que crujcon azoramiento queían sólo con mirarlas, de cacahuetes, como cuentas de un rosario deshecho, de botellas de diferentes tipos de soda, por supuesto sin alcohol.

Pero lo que atrajo su mirada fue Rocío y Borja charlando animadamente junto a la ventana, de espaldas a él. Muy juntos. Fue cuestión de un minuto, de menos. Rocío se volvió al escuchar entrar a su madre. Las dos se miraron, justo antes de decirle “está aquí Dani”. Había algo en aquella manera de pronunciar su nombre que le hizo avergonzarse de él.

-Hola, Dani.

-Hombre, Dani, qué guapo te has puesto –asestó Borja como un puñetazo certero.

Las demás chicas y chicos en los que no había reparado, lo estaban mirando. Rocío los presentó. Primos, primas, amigos de la infancia, un vecino del bloque, que le preguntó cómo había conseguido que su madre le dejara llevar trencita. A mi madre le da igual –respondió. Pero diles en qué trabaja tu madre, que mola mucho, le asestó después Borja con su sonrisa más turbia. Él balbuceó algo a modo de respuesta.

-Vamos, díselo. –completó Borja-. Limpia el colegio, la pobre. Toda la mierda que nosotros dejamos, la tiene que limpiar ella.

-¿Ah sí? –dijo una voz a las espaldas de Dani, que le heló la sangre en las venas. Eso no me lo habías dicho, Rocío.

Tal vez sólo él percibió el silencio que siguió a estas palabras. Tal vez no fuera tal. Y tal vez Rocío no estaba tan incómoda como a él le pareció. Pero lo cierto es que apenas pudo probar bocado. Que deseó que no llegara nunca el momento de los regalos –tras la enorme tarta de chocolate que sacó la mamá cantando “cumpleaños feliz”. Que cuando Rocío desempaquetó su cd, reconoció inmediatamente la portada, pero su “qué guay” sonó cuidadosamente amortiguado.

-¿Qué es, Rocío? –había preguntado la madre

-Nada, mamá. Un grupo que le gusta a Dani. Muy guay.

La madre lo tuvo un momento en las manos y lo examinó cuidadosamente, antes de dejarlo sobre la mesa y celebrar el bolso de marca que era el regalo de Borja.

El cumpleaños de Rocío se le hizo eterno a Dani. Eterno se le hizo también el regreso a casa. Oscuramente sabía que nada sería igual a partir de entonces. Que se había acabado el intercambio de gustos musicales antes de los entrenamiento de baloncesto. Que daba igual que él anotara más puntos, o que conociera más grupos. Borja tenía algo que él nunca podría llegar a tener, ese tipo de cosas que superan fácilmente el escrutinio de mujeres como aquella inaccesible madre de Rocío.

-¿Lo has pasado bien, hijo? –Le preguntó la suya al llegar a casa.

Él no respondió. Se encerró en su cuarto. Y, con su mirada fija en el póster de un jugador negro de la NBA, que decoraba una de sus paredes, cuya historia de superación había leído en internet hacía algún tiempo, sintió acudir a sus ojos, incontenible, inesperado, torrencial, el llanto.

Jesús Peris Llorca 2012
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