Este es último cuento escrito en el Taller utilizando un narrador de inspiración naturalista. Nos cuenta la historia de Dani, un adolescente que asistía al mismo colegio en que su madre trabajaba de limpiadora. Está firmado por Jesús Peris Llorca.
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Dani
era el hijo de una de las limpiadoras. Por eso podía asistir él a aquel colegio
religioso de clase alta. Siempre había sido así, y no era un secreto para
nadie. Pocos de sus compañeros sabían cómo se llamaba su madre. Todos sabían
que formaba parte de ese pequeño ejército de mujeres silenciosas que entraban
en las aulas cuando habían acabado las clases. Alguna vez se cruzaban con
ellas. Los martes y los jueves cuando había entrenamiento de baloncesto. Dani
miraba a su madre entonces desde lejos. Ella le devolvía la mirada. Él, casi
siempre, al menos hasta segundo de la ESO la saludaba con la mano. Ella le
devolvía el saludo, y sonreía casi imperceptiblemente.
Le
costaba mucho reprimir la tentación de ir junto a él
para asegurarse de que se había comido toda la merienda, o para ponerle la
camiseta por dentro del pantalón, o subirle los calcetines que llevaba, como
siempre, hechos un lío en los tobillos. Pero era mejor así. Gozaba de verlo
confundido entre todos aquellos niños tan finos, tan de familia bien. Ella
había limpiado muchas veces en casas de familias así. Conocía la mirada
arrogante de los adolescentes ricos al hablar con el servicio, la falsa
confianza de algunos de ellos, o la curiosidad de quien aprovecha para recibir
noticias de vidas ajenas y exóticas. Ahora, Dani, visto desde aquella
distancia, parecía uno de ellos, todos vestidos con la misma camiseta del
equipo de baloncesto del colegio, distinguido tan solo por la trencita que
marcaba orgullosa su diferencia. Y también por las espectaculares estadísticas
anotadoras que lo habían convertido en una de las figuras del equipo, en el
ojito derecho del entrenador.
Dani,
en general, se sentía bien. Es verdad que a veces tenía que hacer frente a
algunas bromas de bastante mal gusto sobre la marca –o mejor la ausencia de
ella- de sus ropas. Sobre todo de Borja, la otra gran figura del equipo de baloncesto,
cuya sonrisa de rubio perfecto a veces apuntaba trasfondos turbios. Pero había
encontrado su propio estilo, la ropa ancha, las chaquetas con capucha. Y
normalmente encontraba la pulla perfecta para responder. ¡Qué orgullo cuando
detectaba haber acertado al responder a aquel niño pijo, al percibir la duda,
el ligero temblor en las pullas defensivas! Porque él no iba vestido así porque
le gustara a su mamá, no. Él elegía. Y pensaba en sus ídolos, en cantantes de
hiphop que Borja no tenía ni idea de que existieran. Qué satisfacción sentirlo
recular. Sentir que él, Dani, el hijo de la limpiadora, poseía un saber al cuál
sus amigos pijos podían asomarse muy de lejos, y dependiendo de él, un saber el
difuso prestigio del cuál no podían dejar de reconocer.
Es
verdad también que en determinados momentos debía optar por el silencio, o
afectar indiferencia. A las vacaciones en Jávea, alternadas con un viaje con
los padres a alguna capital europea, él no podía responder relatando las
fiestas del pueblo de Jaen de donde procedía su madre y donde pasaban el
verano. Eso es verdad. Aunque había hazañas eróticas más o menos reales, o
información precisa sobre los efectos del alcohol y otras sustancias que sí
podían competir con las informaciones a veces de tercera mano que el propio
Borja, o
Álex, siempre con aire misterioso, o Gonzalo, con candor
asombrado, referían más o menos de tercera mano.
Por
todo ello, Dani sentía que tenía un
lugar en aquel grupo, su lugar. Con Gonzalo coincidía cada mañana de camino al
colegio. Dani vivía más lejos, pero ambos formaban parte del reducido grupo de
chavales que iban caminando a clase. Casi todos los días, Dani lo veía caminar
ante él por la avenida que debían recorrer obligatoriamente. Entonces echaba a
correr, pero volvía a caminar justo antes de alcanzarle. Gonzalo, absorto en
sus cosas, o charlando con el empollón Iván, normalmente no se daba ni cuenta,
así que cada mañana una “colleja” era el saludo obligado. Gonzalo respondía con
una exclamación malsonante y un puñetazo en el estómago que Dani casi siempre
esquivaba. Iván, cuando estaba, se quedaba al margen, tal vez tratando de
decidir qué papel debía adoptar en aquella obra repetida. Qué tío, Iván. Si no
fuera porque a veces soplaba respuestas en los exámenes, y por un sentido del
humor bastante peculiar respecto a los profesores, sería insoportable. Aquellas
dos cualidades lo salvaban bastante, aunque no se librara de que alguna vez
Borja le quitara las gafas, o de las insinuaciones obscenas de Álex sobre su
amor platónico y sin esperanza por Sandra, la chica del pelo rizado que se
sentaba justo dos pupitres por delante, o de que alguna de las palabras
inusitadas que colocaba en cualquier conversación provocaran un estallido de
carcajadas, y se convirtieran en broma reiterada durante semanas. “Conspicuo”,
había sido la última de ellas.
Iván,
Gonzalo y Dani entraban en clase juntos, con sus mochilas, sus chaquetas, sus
bocadillos envueltos en papel de plata, sus deberes, y, hasta hacía apenas dos
años, sus grandes fajos de cromos de la liga. Y ocupaban sus lugares en la
clase, Dani sentado junto a Álex. Y guardaban dificultosamente silencio en el
cuarto de hora de reflexión y oración que antecedía a las clases cada mañana. Y
amagaban carcajadas calculadamente mal reprimidas.
La
verdad es que era una suerte para Dani que las bromas sobre amores de sus
amigos fueran todas destinadas a Iván. Así no prestaban demasiada atención a la
compañera de pupitre de Sandra, a la hermosísima y luminosa Rocío.
Rocío,
para Dani, lo tenía todo: unos cabellos castaños claros que brillaban en
primavera con el sol que entraba por las ventanas; unos ojos de color miel, que
miraban soñadoramente, y que despertaban extrañas dulzuras en el corazón; una
naricita menuda y graciosa; y unos labios pequeños pero carnosos que producían
confusas fantasías. Pero había más: unos pechos menudos, pero turbadoramente
presentes bajo las blusas de niña buena que solía vestir entre semana, y unas
curvas definitivamente sugeridas por sus pantalones vaqueros o las faldas
largas y floreadas con que los alternaba.
Y
todavía más. Rocío era la empollona de la clase. Con su voz dulce, tímida pero
firme, respondía de manera implacable cada pregunta del profesor. Todos la
utilizaban como garantía de respuesta segura, junto con Iván, cuando los
silencios, o las respuestas disparatadas eran todo lo que obtenían. D y R,
podía leerse muy pequeño en todos los libros de texto de Dani. D y R, tallado
con navaja en uno de los bancos de la avenida. D y R, en la cajonera del
pupitre, escondido, bajo sus libros. Y siempre enmarcado por un corazón y una
flecha. Menos mal que él no era tan pardillo como Iván. A él nadie podía
sospecharle las ternezas inusitadas que a veces se le escapaban mirando tanta
belleza absoluta. Normalmente, cuando temía haberse delatado, hacía él mismo un
chascarrillo sobre Iván. Que mira que era capullo. Mira que volverse loco por
Sandra, que era, sin lugar a dudas, una petarda.
Dani
y Rocío además eran amigos desde hacía varios cursos. En su caso, lo que les
unió fue la música. Rocío tenía una vasta cultura musical que venía de sus
padres. No solo escuchaba a Pereza y El canto del Loco, que también, sino que podía
sorprender a Dani con música de U2 o de los Simple Minds que su padre le había
puesto desde pequeña. Y, sobre todo, tenía una gran curiosidad. Por eso,
escuchaba y comentaba las canciones de Nach, o de La Excepción, que él le
pasaba. Y eso, solo lo hacía ella. Ni Borja, ni Álex, ni Gustavo, ni siquiera
Iván, que iba de pop alternativo.
Normalmente
hablaban los martes y los jueves entre la última clase y el inicio del
entrenamiento. Ahí comentaban el último grupo o la última canci
ón que habían descubierto. Ahí charlaban de las clases y los
exámenes. Ahí Dani se sumergía en aquellos ojos claros. Alguna vez sorprendió
la mirada de Borja hacia ellos. Pero le daba igual. Aquel mundo de canciones y
de referencias compartidas era de ellos dos y de nadie más. Nadie podía entrar
en él. Con ningún otro chico tenía Rocío esa relación especial que tenía con
él. Y era algo dado, además. Algo que venía de las sombras de la infancia. Algo
asumido por todos.
Un
día, un jueves de primavera, Rocío le dijo que iba a celebrar su cumpleaños en
casa. Catorce luminosos años iba a cumplir. Y sus padres, por fin, habían
aceptado invitar a su casa no solo a sus sempiternas amigas, sino también a
algunos chicos. Era la primera vez. Él, claro, estaba entre ellos. También,
entre los de clase, Borja. La fiesta, una merienda, sería el viernes de la
semana siguiente. Rocío le preguntó si su madre le dejaría. Él, por supuesto,
respondió que sí.
Su
madre, en efecto, le concedió rápidamente el permiso. Pero al hacerlo le dijo
algo que le molestó profundamente. Le preguntó que cómo pensaba ir vestido, que
a lo mejor le convenía comprarse algo de ropa para la ocasión. Unos pantalones
y un polito. Dani respondió muy airadamente. Qué se había creído su madre.
Rocío no era una pija, ni una petarda. Era su amiga, y ella lo aceptaba como
era. No se iba a disfrazar para ir a la fiesta. Claro que no. Porque él no era
como su madre, no era como ella. Él no iba a tener que limpiar pisos para
ganarse la vida, claro que no. Él hacía lo que le daba la gana, y al que le
gustara pues bien, y al que no, que se jodiera. Sí, mamá, que se jodiera. Y no
me vengas con que no diga palabrotas, que ya no soy ningún niño.
Así,
el viernes del cumpleaños, acudió puntual a la cita. El regalo, estaba claro.
Un CD en edición especial de un grupo de hip hop neoyorquino que le fascinaba. Estrenó
camiseta, es verdad, pero no la chaqueta con capucha que se puso encima, ni los
vaqueros negros.
La
aventura comenzó ya al
subir al metro. Era la primera vez que tomaba el metro solo. Después de la
primera estación pudo mirar desde la ventanilla el edificio del colegio; rojo,
con las ventanas enmarcadas en verde, al final del pueblo. Por el otro lado del
tren se veían campos de naranjos. Allí, en el medio, en la frontera, estaba la
vía del tren. Y adentro, él, dispuesto a conquistar la ciudad, a vivir su
propia vida. A conocer –no se lo había dicho hasta aquel momento- a los padres
de Rocío. Poco después de haber percibido la magnitud de su reto, el tren se
hundió en el subsuelo.
Al
salir por las escaleras de la estación de metro Colón, se sintió un poco
abrumado por la multitud que caminaba en todas direcciones. Tuvo que detenerse
un momento para orientarse y caminar en la dirección correcta hacia la casa de
Rocío. Al tercer intento, dio con la calle. Comprobó en su teléfono móvil el
sms en que la chica le enviaba la dirección, y, pronto, se vio ante un portal
inmenso, enfrentando la mirada desconfiada de un portero de mediana edad.
-¿Qué
buscas? –le preguntó ásperamente.
-Voy
a la puerta 14.
-¿Seguro?
¿No te habrás equivocado de portal?
-No.
Es aquí. Voy al cumpleaños de Roc
-¿De
Rocío, eh?
El
portero llamó por el interfono que había detrás de su mesa. Una voz de mujer,
con un matiz metálico que venía no sólo de aquel mecanismo, le respondió muy
seca.
-¿Qué
quieres, Julián?
-Aquí
hay un niño que dice que va a ver a Rocío. Sólo quería confirmarlo.
-¿Cómo
se llama?
-¿Cómo
te llamas, chaval? –le dijo, casi con sorna.
-Daniel.
–Respondió tartamudeando un poco.
-Dice
que se llama Daniel.
-Ah,
Dani. Dile que suba.
Dani
no esperó el permiso del portero. Exultante, se dirigió al ascensor. El corazón
latía desbocado, y no sabía si era por excitación, por su triunfo ante el
escrutinio del portero, o por nerviosismo puro, por un innominado temor. Siete
pisos por encima de él le esperaba la propietaria de aquella voz metálica. No
había pensado mucho en ello, y ahora no sabía si estaba del todo preparado para
afrontarla.
Cuando
salió del ascensor, la puerta 14 estaba abierta. Entró, lentamente, con un
cierto aire de merodeador. Le impresionó el espejo de la entrada, con el marco
dorado, lleno de curvas. Su mirada quedó prendida de una cómoda primorosamente
labrada llena de figuritas de porcelana, cuando una voz, en la que reconoció la
del interfono, le sacó de su ensimismamiento.
-Pasa,
Dani. Pasa. No te quedes ahí pasmado. Yo soy Maria Dolores, la mamá de Rocío.
Dos
cosas le llamaron la atención de aquella figura femenina que emergía de las
profundidades de la casa: la primera, la elegancia de su traje, que marcaba su
figura y sus pechos. No pudo evitar con azoramiento que sus ojos pasaran de las
figuritas de la cómoda al escote de aquella versión completa de Rocío. La
segunda, su mirada. Una mirada inquisitiva, que lo recorrió de arriba abajo, y
que le hizo mirarse a sí mismo, y reparar en sus viejísimas (y comodísimas)
zapatillas
-Así
que tú eres Dani… Rocío me ha hablado tanto de ti.
La
“a” de tanto sonó excesivamente alargada. Y Dani sintió que algo en su pecho
oscilaba al compás de aquella vocal anómala. Por un momento lamentó no haberse
comprado el polito que le recomendó su madre.
-Encantado,
señora. –Alcanzó a decir.
-Pasa,
pasa. Que tus amigos ya se están divirtiendo.
En
efecto, del fondo del pasillo lleno de cuadros llegaba el sonido de la música.
No era hip hop, desde luego. Ni tampoco los viejos vinilos del padre. Dani la
siguió, demasiado confuso para reconocerla. Y tampoco pudo hacerlo cuando se
asomó al umbral de una gran habitación, con una enorme y recargada mesa llena
de panecillos con su prometedor relleno, de patatas fritas, que cruj
Pero
lo que atrajo su mirada fue Rocío y Borja charlando animadamente junto a la
ventana, de espaldas a él. Muy juntos. Fue cuestión de un minuto, de menos.
Rocío se volvió al escuchar entrar a su madre. Las dos se miraron, justo antes
de decirle “está aquí Dani”. Había algo en aquella manera de pronunciar su
nombre que le hizo avergonzarse de él.
-Hola,
Dani.
-Hombre,
Dani, qué guapo te has puesto –asestó Borja como un puñetazo certero.
Las
demás chicas y chicos en los que no había reparado, lo estaban mirando. Rocío
los presentó. Primos, primas, amigos de la infancia, un vecino del bloque, que
le preguntó cómo había conseguido que su madre le dejara llevar trencita. A mi
madre le da igual –respondió. Pero diles en qué trabaja tu madre, que mola
mucho, le asestó después Borja con su sonrisa más turbia. Él balbuceó algo a
modo de respuesta.
-Vamos,
díselo. –completó Borja-. Limpia el colegio, la pobre. Toda la mierda que
nosotros dejamos, la tiene que limpiar ella.
-¿Ah
sí? –dijo una voz a las espaldas de Dani, que le heló la sangre en las venas.
Eso no me lo habías dicho, Rocío.
Tal
vez sólo él percibió el silencio que siguió a estas palabras. Tal vez no fuera
tal. Y tal vez Rocío no estaba tan incómoda como a él le pareció. Pero lo
cierto es que apenas pudo probar bocado. Que deseó que no llegara nunca el
momento de los regalos –tras la enorme tarta de chocolate que sacó la mamá
cantando “cumpleaños feliz”. Que cuando Rocío desempaquetó su cd, reconoció
inmediatamente la portada, pero su “qué guay” sonó cuidadosamente amortiguado.
-¿Qué
es, Rocío? –había preguntado la madre
-Nada,
mamá. Un grupo que le gusta a Dani. Muy guay.
La
madre lo tuvo un momento en las manos y lo examinó cuidadosamente, antes de
dejarlo sobre la mesa y celebrar el bolso de marca que era el regalo de Borja.
El
cumpleaños de Rocío se le hizo eterno a Dani. Eterno se le hizo también el
regreso a casa. Oscuramente sabía que nada sería igual a partir de entonces.
Que se había acabado el intercambio de gustos musicales antes de los entrenamiento
de baloncesto. Que daba igual que él anotara más puntos, o que conociera más
grupos. Borja tenía algo que él nunca podría llegar a tener, ese tipo de cosas
que superan fácilmente el escrutinio de mujeres como aquella inaccesible madre
de Rocío.
-¿Lo
has pasado bien, hijo? –Le preguntó la suya al llegar a casa.
Jesús Peris Llorca 2012
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