jueves, 11 de octubre de 2012

Los ronquidos quedos


Hoy os presento otra puesta al día del naturalismo, en este caso "Los ronquidos quedos", texto firmado por la enigmática Josella Playton.

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Frente a la computadora no era posible saber si afuera hacía frío o calor, si era de día o ya había caído la noche. Es cierto que, en cualquier momento, podría haberle pegado un vistazo a la parte de abajo a la derecha del monitor, ahí donde pone la hora, pero hacía mucho tiempo que no hacía nada semejante.

No tenía sentido estar pendiente de la hora, los demás eran los encargados de ir señalándole cuándo tenía que hacer cada cosa: si la niña se quejaba de hambre, era el momento de prepararle cualquier tontería, algo rápido, un poco de arroz y un huevo encima, unas salchichas en el microondas, unos fideos que no se pegaban sólo porque alguien, alguna vez, le había enseñado que el secreto para que eso no pasara era echar un chorrito de aceite al agua antes de que hirviera.

A la noche, también, era muy sencillo. Las amigas se encargaban de enviarle los mensajitos al celular o a la computadora. Se duchaba, se cambiaba, salía a bailar. Y si no había nada que hacer, su propio cuerpo se lo ponía fácil, era cuestión de irse a dormir cuando no daba más.

En aquel instante era de día, de todos modos. Se notaba porque no había momento en que no recibiera algún WhatsApp, algún “me gusta” en cualquier foto. A la noche, la comunicación se reducía, sobre todo después de las 3 de la madrugada.

—Mamá, tengo hambre.

¿Cuántas veces había viajado a Venezuela? Muchas, no llevaba la cuenta. Después de la liposucción se había quedado sin pecho, y había tenido que volver a Caracas para implantarse dos pelotas de silicona pantagruélicas. Lo bueno había sido que, a diferencia de muchas que ella conocía, la operación había sido realizada por un profesional, un médico que sabía hacer su trabajo, que no sólo había aprendido a agrandar tetas a fuerza de repetirlo incesantemente, sino que se había formado de verdad, que sabía. Los pezones, en su lugar. Nada de estrabismo. La piel suave y cálida, las amigas y los amantes podían certificarlo. Ni hablar de hacerse las tetas en su país o en cualquier otro que no fuera Venezuela.

—Ahorita comemos, mi cielo.

Los amantes eran exigentes y perrunos. Lo querían todo y se babeaban por ello. Uno, el dueño del pub latino, bamboleaba la panza mientras bailaban el reguetón. Otro, se gastaba medio sueldo en restaurantes caros. Y otro, el que más interesante le resultaba, se gastaba una parte ínfima de sus ingresos en restaurantes aún más caros. Y había muchos más, por supuesto.

Técnicamente, ella no era ninguna puta. Podía sentir contra su piel desnuda el enorme bostezo desdentado del ombligo del gordo, pero ella no cobraba por las molestias. Podía aceptar regalos, claro, como cualquier chica. Podía ser invitada siempre, más claro todavía. Pero nadie dejaba 500 € en la mesita de luz antes de acostarse con ella.

—Tome, coma, mi cielo. Cómaselo todito, no me haga renegar.

El hermano, veinteañero, delgadísimo y sin papeles, se ocupaba de despertar a la niña por las mañanas, vestirla, llevarla a la escuela y traerla a las 5 de la tarde. No trabajaba, pero se había vuelto imprescindible en la casa, como antes lo había sido la madre de ambos, como antes aun otro de sus hermanos, y antes, incluso, otro más de ellos. Doscientos amigos de Facebook y casi quinientos de hi5 demandan dedicación excluyente de muchas responsabilidades.

La cartera todavía conservaba algo de dinero. Un viaje a Barcelona, allá donde las amigas no la conocen, trabajar un par de semanas haciendo striptease en un club y volver con platita. Eso es lo que piensan las malpensadas, las envidiosas.

—No me gusta, no quiero.

—Come, demonio.

No todo era redes sociales, WhatsApps, salir a bailar y ser invitada por los tipos, por supuesto. También era importante ver documentales, enterarse de que la Luna se aleja de la Tierra y que nos vamos a morir todos; que en 2012 cambiará el magnetismo de la Tierra y que nos vamos a morir todos; que si cae un cometa nos vamos a morir todos; o que el día que, por fin, consigamos que se extingan las abejas, nos vamos a morir todos.

La vida es un instante y hay que vivirla, que para eso estamos aquí.

—Que se lo coma todito, ¿oíste? Yo voy a salir. Cuando vuelva quiero que ya se lo haya comido.

A la media hora de estar fuera, más o menos, se produjo la habitual explosión de WhatsApps en el celular. Las amistades, al ver que ella no respondía los mensajes del Facebook y del hi5, habían caído en la cuenta de que su amiga ya no estaba en casa.

dime corason
as salid?
si cielo dime
donde vas
nuevo Centro donde tas
yo tare x ai +tarde
k hora cielo
no se+tarde te envio wasap
valecielo avisame

Los tipos se volvían locos. Cuando ella iba por la calle con su cintura minúscula y comprimida por un cinturón como un corset y con la camisa abierta en un escote de hidrógeno, de levitación, sus miradas la convertían en una araña mulata en el centro de su tela. Las mujeres también la miraban, obviamente. Pero era porque la odiaban. Le tenían envidia, tan simple como eso.

qases
aki estoy mivida paseando
estas En Valencia
si mi cielo dime
toy mercadito de Benicalap
xra alli mismito voy mi cielo
 nos vemos ay despues merendamos
si corason

Al hermano, que le envió un SMS nada más salir, no le respondió. No puede ser que se ahogue en un vaso de agua, si ya es grande.

hola
hola
holaaaaaaa
siiiiii dime corason
tas ida
jajajaja xqueeee
no contestas pasasa de las amiga
jajaja digame qu desea
mañana toy en Valencia
toy haora mismitojajaja
hoy no puedo nos hablamos
valeeee

Pero la vida no era, tampoco, solamente chatear, ir al mercadito, salir con tipos. También se podía preparar platos típicos de la tierra de uno, recetas aprendidas de los videos de YouTube, y arreglar así el hecho de que ni su madre le había enseñado a ella a cocinar, ni su abuela a su madre. Arepas, papas rellenas, carne mechada, esoterismo, hermenéutica.

Una vez más, vibró el celular con un mensaje del hermano, el pesado y bueno para nada.


El mercado de Benicalap estaba a reventar de gente, como siempre. Los gitanos la reconocieron rápidamente, apreciando su explosiva belleza y el billetero promiscuo. Al rato de pasear, ya había comprado algunas camisas casi de seda y un par de zapatos.

 —¡Hola, mi vida!

—¿Qué pasa, corazón, ha venido temprano hoy?

—Ya ve, mi hija. Aquí estoy, tirando mis ahorros.

—No diga eso, corazón, que vestir bonito ese cuerpo es una inversión, lo menos que merece.

—Ya le digo, mi vida.

Una secuencia de pipipís, “SMS” en código morse, bastante diferente a las complicadas modulaciones de los avisos de recepción de mensajes de redes sociales o WhatsApps, le avisó de que su hermano había vuelto a intentar comunicarse con ella; tampoco se preocupó en leer lo que el flacuchento quería ahora.

Abandonaron el mercadito cargando varias bolsas de colores uniformes, pero diferentes entre sí. Habían comprado algunos pares de zapatos, camisas, ropa interior y un par de tonterías para el baño.

Se sentó junto a la amiga en la terraza de un bar cercano. Pidieron unos cafés con leche, que acompañaron con sánguches de jamón y queso tostados y una botellita de soda cuyo contenido compartieron. El mozo que las atendió ya las conocía de otras veces. Pasaron bastante de él y de su impertinencia, aunque le rieron alguna gracia, lo mínimo necesario.

—Aliméntense bien, guapas —les dijo el mozo al retirarse de la mesa, una vez todo estaba servido.

—Usted no probará nadita —contestó la amiga en voz baja, cuando ya no podían oírla. Ambas rieron, golpeándose las rodillas suavemente y mirando de costado.

—Qué pesado mi hermano, mi Dios —un nuevo pipipí en código morse había sonado.

El tránsito de personas frente a la mesita era constante, gente que iba o venía del mercadito. Las dos amigas juzgaban rápidamente los atributos de las mujeres que pasaban, alegrándose, las más de las veces, de su éxito relativo frente a ellas.

—Yo mis pantalones me los hago traer de mi país, corazón. El corte luce más.

—Acá el cuerpo de las tías es diferente, ¿sabes?

—Pero tú le haces poner un pantalón de allá, y les queda bien igual, corazón. Es mucho más sexy, ¿me entendiste?

—Ya ves, corazón.

El mozo volvió a acercarse, sonriente. La amiga sacó su billetera y pagó toda la cuenta antes de que el tipo pudiera hablarles, buscando conversación o no.

—Pero qué pesado, por Dios. Acá no venimos más, ¿me oíste?

—Ya te digo, corazón. Míralo al pringado, pavoneándose, ¡no se vale!

—Diablo, chica, que no. ¡Que no!

—Pero contesta a ese móvil, mi cielo —el código morse sonaba nuevamente—. ¿Con quién no quieres hablar?

—Con nadie, vale. Es mi hermano que es un pesado. Si está solo, que se apañe, que ya es grande y un hombrecito.

—Ya te digo.

No permanecieron mucho tiempo más en el bar después de acabada la merienda. El sol se iba acercando al horizonte falso de los edificios lejanos, su luz comenzaba a molestar a la vista. La amiga había olvidado los anteojos oscuros en el departamento, por lo que no paraba de guiñar y de hacerse sombra con la palma.

—¿A quién no quieres ver, que te tapas?

—No vale, chica, que no veo nada.

—Vamos yendo, entonces.

—Vámonos.

Fueron a la parada del subte. Se saludaron antes de bajar, porque no iban en la misma dirección. Conversaron, incluso, una vez las dos estuvieron en su andén respectivo, mediante gestos y WhatsApps. Los tipos paseaban la vista por las curvas de sus cuerpos, deteniéndose algunos, discretamente maravillados, en la transparente luminiscencia de sus sonrisas.

ycorason as tas en Valencia
ay mi cielo notoy
como dise??
si mi sielo oiste
pues na xica otro dia sera
si corason no te ases
noooo corason jajaja nos vemos
jajjajajbesito

De la amiga se había olvidado, no había sido su intención dejarla plantada. De todos modos, tenía que volver al departamento, no había mucho más para hacer aquel día.

Las estaciones se repitieron con la monotonía de las cuentas de un rosario. Intentó mantener varias conversaciones durante el trayecto, pero al llegar a su destino se le habían acumulado varios avisos titilantes, que respondería cuando pudiera, por fin, volver a sentarse frente a la computadora de su pieza.

Subió a su piso en el ascensor, sintiendo en la mano que el vibrante corazón del celular reclamaba su atención insistentemente, como todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años.

Al entrar al departamento la sorprendió el silencio que reinaba tras de la puerta. Un resto ínfimo de olor a pudrición la atacó antes, incluso, de retirar la llave de la cerradura.

—Ya estoy aquí —anunció, con un retintín de alarma en sus oídos y en la voz.

Nadie le respondió.

—Ya estoy aquí, ¿me oíste? —exclamó más fuerte, buscando con la vista si había sombras de movimiento tras las puertas abiertas que daban a la sala.

Un bulto minúsculo y estirado se movió en el sillón, abriendo los ojos. El cuerpo de su hermano era indistinguible de la semipenumbra de la sala, si no se movía.

—Te he enviado hartos mensajes y no me has respondido. Se acabaron los huevos y no hemos podido cenar.

Recién en ese momento pudo oír los ronquidos quedos de su hija, que dormía en su habitación. La niña sabía, por instinto o por aprendizaje, que si nadie iba a satisfacer su hambre era mucho mejor dormir que llorar.

Josella Playton 2012

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