viernes, 26 de octubre de 2012

La loca del desván


El cuento que nos presenta esta semana Fran Garcerá realmente mantiene a los lectores en vilo hasta un sorprendente y revelador final:

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José Jaime Guzmán de Alvarado no era feliz. Hijo de uno de los mayores magnates de la madera, llevaba la vida relajada a la que se daban las familias recién encumbradas al escalafón más alto de la sociedad. No eran desconocidas para él las tertulias distendidas en los cafés de moda, el teatro o las largas cenas que culminaban en más largos bailes de sociedad. Pero no fue en esas cenas donde la conoció, ni en los cafés o teatros. Tampoco en los paseos o alamedas donde la gente elegante se congregaba, ya que no era muy asidua a esta clase de mundo. No obstante, todos conocían a su familia.

María Salud de Ocampo y Zúñiga era una muchacha normal que pertenecía a una de esas familias cuya heráldica, se perdía en los tiempos de los godos y sus casas crujían con el resplandor de ayer y el polvo de hoy acumulado en las esquinas, cortinas y repisas de mármol, a la cual la plenitud de sus diecisiete años hacía brillar bajo la aparatosa ropa. Siempre se habían visto, José Jaime y ella, en meriendas organizadas en casa de uno u otro donde sus familias eran una constante que les impedía hablar siquiera un minuto a solas. Sus padres así lo habían pactado y se casarían.

De hecho, su primer momento más íntimo fue delante de las cientos de personas y personalidades que asistieron al evento, cuando al levantar el velo se miraron directamente a los ojos. Hasta ese entonces, cada vez que se habían visto, ella siempre tenía la mirada baja, perdida, como ausente. Un ensimismamiento del que salía con pequeños sobresaltos venidos de ninguna parte. El viaje de novios fue bien. Era callada, pero eso convenía a cualquier buen matrimonio.

Al regresar, se instalaron en casa de María Salud, regalo de sus padres que marcharon a sus posesiones en el campo en busca de una paz menos urbana. No obstante, llevaban ya seis meses casados y José Jaime no había podido pasar por alto las pequeñas excentricidades a las que su esposa era asidua. A veces hablaba en sueños y pronunciaba partes de conversaciones imposibles, nombres desconocidos. Incluso una noche, despertado por el ímpetu de todo recién casado, se sorprendió al no encontrar a su mujer en la cama y su lado totalmente frío. La buscó preocupado por toda la casa. Cuando ya iba a despertar a los criados, una risa cantarina lo atrajo hacia la oscuridad del recibidor de la gran casa. María Salud estaba allí sentada en el pequeño sillón donde dejaban los abrigos, parecía atender a una extraña conversación. Era la primera vez que la oía reírse. Muy despacio se acercó a ella y la cogió de la mano. Sin mediar palabra la acompañó a la habitación, la cubrió amorosamente y ella se quedó dormida casi al instante. <<Pobrecita –pensó-, estos ataque de sonambulismo se deben a que no sale casi nada de casa. A partir de mañana vendrá conmigo todas las noches>>.

Y así fue. Llevó a María Salud a todas las funciones de teatro, tertulias en cafés y cenas de gala a las que él asistía. Le compró vestidos solo soñados para unas pocas, sombreros de fantasía, zapatos, joyas que robaban las luces allá donde iban e incluso polvos, con los que las damas de la alta sociedad gustaban engalanar sus rostros. Pero nada. Aunque ella parecía divertirse, ese ensimismamiento la acosaba sin cesar y le hacía estar ausente de los que la rodeaban. Su marido sabía cuando se encontraba en esos estados por sus ojos. Eran preciosos y enormes, pero cuando estaba así era como si se le quisiesen salir de las órbitas muy levemente. Se le humedecían como si un llanto sereno estuviese a punto de deslizarse. Incluso alguna vez, se le escapaba alguna lágrima.

Ya no salía de casa. José Jaime le había prohibido acercarse al recibidor. Él iba de nuevo solo a divertirse, pero las murmuraciones le aguaban todas las noches de esparcimiento. Comenzó a enterarse de las excentricidades de toda su familia política, que eran tomados todos por locos, que de noche se les podía ver recorrer la casa a través de las ventanas y que la misma María Salud, su mujer, no era bien recibida en otras casas por relacionarse con mujeres de estratos sociales inferiores, que iban a visitarla y eran recibidas en la cocina como si fuesen familia. Esto último conmocionó profundamente a José Jaime.

En abril, además del recibidor, María Salud tenía prohibido poner un pie en la cocina, en los grandes salones y comedores. Ni siquiera, en la misma escalera que bajaba a la planta baja de la casa. Ella parecía no abatirse, ahora visitaba los cuartos deshabitados donde había jugado de niña y se pasaba horas en completo silencio, lo que ponía aún más nervioso a su marido. Todas esas habitaciones fueron cerradas con llave, quedando abierto únicamente el dormitorio del matrimonio, por lo que María Salud se veía obligada a subir un piso más y recorrer las habitaciones del servicio, teniendo conversaciones muy quedas con los criados. José Jaime se enteró que a través de estos, su esposa se comunicaba con el exterior aunque no del contenido de las conversaciones. Los criados de todo el barrio, casi la veneraban. Consternado y abatido, redujo el servicio a una cocinera, un ama de llaves y otra criada que las ayudase. Cerró el resto de habitaciones y encerró a María Salud en el desván, último escalón de la casa. Había acabado por aceptar, definitivamente, que su mujer estaba completamente loca. Además con ese tipo de locura peligrosa por serena, que es capaz de fascinar a multitud de personas.

José Jaime no podía aguantar la soledad de su casa, por lo que pasaba todo el día fuera de allí. Cuando se acababan las reuniones y fiestas socialmente respetables, se deslizaba por las calles hacia la oscuridad de los burdeles y cuando estos cerraban, de las callejuelas del puerto repletas de prostitutas, opio y fiebre. María Salud lo veía todos los días regresar poco antes del amanecer a través de la única ventana circular que proporcionaba luz al desván. Él hacía meses que no la veía, hasta que tampoco pudo salir de casa.

Producto de sus correrías, de sus idas y venidas por el puerto, del alcohol y la droga, tuvo la mala suerte de los pocos que abocados a esta vida mueren pronto. Y así, una noche tras largas horas de fiebre, varios días sin beber ni comer y el torso hinchado como el de un ahogado, murió. Él no sintió nada en particular. Solo abrió los ojos y se levantó de la cama con la visión borrosa, donde algunos bultos danzaban a su alrededor. Reconoció la espalda ancha del ama de llaves, pero aunque le hablaba ella no parecía oírle. <<Pobre mujer –se decía a sí mismo-, debo llevar unas pintas horribles y asustada, no quiere ni mirarme>>. Y tan horrible debía ser, cuando ni la cocinera ni la otra criada le hacían ni caso y parecían ignorarle, aunque él fuese el señor de la casa. No obstante, estaba un poco asustado, porque a nadie le gusta sentirse solo y aislado y sin saber porqué, subió uno a uno los escalones hasta el desván. Tan mareado y borracho se sentía, que él mismo hubiese jurado que subió levitando.

No recordaba haber abierto la puerta del desván, pero se encontró justo detrás de la silla donde su esposa sentada había dejado de lado un libro y tenía esa mirada ensimismada que tanto había llegado a odiar. Ella se levantó despacio de la silla con un pequeño sobresalto y dándose la vuelta, se le quedó mirando con una extrañeza altiva. Sorprendido al reconocer la fuerza en el rostro de mujer, intenta acariciárselo, pero no pudo, era incapaz de tocárselo. De repente, prorrumpe en un grito desesperado que podría haber resonado en toda la casa, aunque no lo hizo. Ahora lo recuerda todo, está muerto. María Salud se inclina bajo el colchón, saca el juego de llaves del ama, abre la puerta del desván y dirigiendo una última mirada a su marido, le dice prácticamente murmurando:

- Si eso era todo lo que tenías que decirme, ahora tengo que irme. – Entonces, cierra la puerta dejando solo a José Jaime. Solo y bien muerto.

María Salud de Ocampo y Zúñiga siempre había sido la señora de su casa, todos lo sabían, aunque toda su vida había tenido cosas más importantes de las que ocuparse. Y a pesar de que esa no sería la última vez que se verían, nunca antes este había comprendido lo realmente cuerda que estaba.

Fran Garcerá 2012

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