martes, 30 de octubre de 2012

Juego de muñecas


En este cuento, Silvia Cámara nos enfrenta a la persecución de un terrible asesino en serie de niños. La sorprendente resolución del caso dará un giro inesperado al argumento y nos hará pensar, entre otras cosas, en las políticas de la memoria. 

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M.N. Detrás de ese entramado juego se encontraban aquellos dos policías,  habían encontrado ya en cinco cuerpos las iniciales. Iban en busca de un asesino en serie que andaba suelto por la ciudad de Madrid. Los cuerpos pertenecían a niños de entre cuatro y cinco años, los primeros tres eran chicos, las sucesivas víctimas fueron niñas. Todos los cuerpos presentaban marcas verdes en el cuello indicando que las muertes habían sido provocadas  por asfixia y  las mismas marcas en la parte interior de los muslos dónde parecía que  también se había ejercido fuerza, las iniciales estaban marcadas encima de los ombligos y se mostraban rasurados los miembros sexuales de los pequeños como si hubiesen intentado cortárselos. Los cadáveres  aparecían siempre en lugares desolados como descampados,  barrancos y acequias fuera de las ciudades, fuera de los ojos vigilantes. Nada raro habían visto los testigos y familiares entrevistados, solo lograban sonsacar de ellos  el desconcierto y los sollozos de aquellos que pedían por la vida del asesino. Les suplicaban a los policías que encontrasen pronto a aquel  pervertido, a aquel desalmado que violaba a sus hijos para luego asesinarlos. Los policías, una vez más, cogían su libreta y bolígrafo y tranquilizaban a la gente diciendo que harían todo lo posible para atraparlo.

Sus investigaciones seguían siendo una incógnita. Podía ser un depravado el asesino, es verdad, pero en ninguno de los cuerpos se encontraron signos de contacto sexual directo ni restos de fluidos. Los periódicos comenzaron a ver en aquellos crímenes un mensaje de protesta por parte del asesino, como que la  situación y las decisiones del País estaban acabando con el futuro de los niños, las pancartas empezaron a cubrirse con ese eslogan “Están acabando con el futuro de nuestros hijos” y la gente criticaba las formas y los métodos, pero no el mensaje de aquel asesino. Una parte de la sociedad, sobre todo desempleados, se habían unido a estas protestas , pero para el resto todo seguía igual, la multitud de adultos seguían abarrotando las calles como si nada les preocupase. Para entonces, un sexto cuerpo apareció, una niña rubita que esperaba a su madre a la salida del colegio y que  nunca más volvió a mirar hacia atrás. Los padres empezaron a cerrar las puertas de sus casas, los colegios y parques aparecían desolados día a día, el otoño había llegado y solo el rumor de las hojas color ocre cubrían la estampa, como si no existiesen niños en este mundo. La gente estaba atemorizada, le ponían cara al asesino, ¿sería moreno?¿sería un yonqui?¿Sería un loco?. Solas, húmedas, tristes las calles, no mostraban risas ni balones, simplemente trajes oscuros y caras serias con algún pensamiento, en ningún café.

Las patrullas no dejaban de rondar y Despis y Olvido, los policías encargados desde el primer momento del caso habían revisado ya una y mil veces todos los alrededores de los crímenes, pero nada sospechoso parecían haber visto los testigos por allí. Decidieron cerrar el caso y archivarlo como no resuelto. La comisaría seguía con sus papeleos, su ajetreo, el sonido imparable de los teléfonos, ladrones sentados a la espera de un juicio que seguro les dará la absolución o prostitutas ansiosas de fumar un cigarrillo al aire libre y el gordo comisario mirando a través de la ventana pensando en qué aburrida se había convertido su vida desde que le destinaron a ese despacho. Pero aún le quedaba una bala, un caso por resolver. Descubrió en la otra parte de cristal, en el callejón que quedaba frente a la comisaría a dos niñas, forcejeando con un chiquillo, de entre cuatro y cinco años, al cual estaban intentando ahogar, cogió sus dos pistolas e intentó echar a correr ,pero para entonces se dio cuenta que su barriga pesaba más que sus piernas,  así que mandó a dos de sus agentes a por ellos. Subieron a los tres individuos, a la víctima lo guardaron en un armario y a ellas las interrogaron. La primera en hablar y la que más miedo en el cuerpo tenía fue Norma, se justificó entre balbuceos que Mery era la que le había obligado a hacer todo eso. La segunda en hablar inmediatamente fue Mery, diciendo que ella no tenía la culpa, que eso también se lo habían hecho a ella de pequeña, su madre le intentó abandonar por diferentes hombres y pasaba la mayoría de sus días en casa de su tía, la hermana de su madre; ella le enseñó a jugar con las muñecas y a que los hombres jugaran con ella. Al comisario no le dio ninguna pena aquella respuesta, estaba dispuesto a que las niñas pagasen por todo lo que habían hecho, por todo el revuelo que habían formado y por aquellas familias que habían perdido la compañía diaria de sus pequeños y que ahora pedían justicia. Pasó por allí Clarín, el psicólogo de la comisaria y vio dentro como interrogaban a aquellas dos muñequitas desoladas, entró y preguntó que estaban haciendo con esas niñas. Los dos agentes y el comisario le explicaron todo lo ocurrido y el psicólogo solo les formuló una pregunta:

 -¿Cómo habéis montado esta historia de asesinato si en nuestra sociedad los niños dejaron de existir hace mucho tiempo?  Los niños a los que creéis haber encontrado muertos son máquinas con aspecto de niños ¿no os acordáis que hace cien años la ONU decidió enviar a los niños a la luna para que crecieran, no sufrieran y fuesen devueltos a la tierra de adultos? Esto ha sido un despiste, a veces el olvido juega malas pasadas.” Bajó al sótano a por los cadáveres y les devolvió a las seis víctimas restauradas por la fábrica, y al séptimo que estaba en el armario con su memoria de ese día borrada, dispuestas todas ellas  para volver con sus dueños. Norma y Mery fueron empaquetadas con sello y dirección a tienda para restablecer su sistema. Y el psicólogo volvió con sus verdaderas víctimas, profesores que se habían quedado sin alumnos a los que educar.
Silvia Cámara 2012


lunes, 29 de octubre de 2012

Nada es lo que parece


Mara Cabello nos ofrece su particular versión de un cuento tradicional. Simplemente cambiando la tercera persona por la primera, se obtienen nuevos matices insospechados.

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Escuché un crujido estremecedor sobre mi cabeza. Mi pequeño cuerpo, arremolinado y encogido se había despertado súbitamente. Mi cuello se estiró impulsando mi cabeza a lo más alto. De nuevo aquel sonido ensordecedor golpeó mis oídos. Quise abrir los ojos pero una luz muy intensa me obligaba a cerrarlos de nuevo. Estiré mis extremidades entumecidas y traté de proteger mi rostro del calor del sol. La oscuridad en la que había permanecido tanto tiempo me impedía adaptarme a mi nuevo entorno. Más ruidos. Voces extrañas. Percibí una enorme agitación y movimientos inquietos a mi alrededor. Sentí la tentación de volver a mi escondite, a aquel cobijo cálido, pero se había hecho añicos, ya no era posible. Parpadeé una y otra vez, hasta que finalmente pude mantener mi mirada fija en un punto. Me sentía aterrorizado, no sabía dónde estaba ni quiénes eran aquellos que me observaban con tanto detenimiento. Podía sentir sus enormes ojos clavados en mí. Parecían sorprendidos. Eran cuatro criaturas de una estatura similar a la mía.

Sentí como uno de los más pequeños me observaba con temor. Entonces, se acercó a mí una figura maternal, idénticos sus rasgos a los de aquellos diminutos seres pero de un tamaño mucho mayor y de expresión magnánima. Me transmitía una ternura indescriptible y su mirada me serenó. Se aproximó a mí muy despacio, intuyendo mi horror, y me rodeó suavemente. Por un momento sentí que había vuelto a ese lugar oscuro, pero acogedor, donde había permanecido tanto tiempo.

Cuando mi cuerpo se vio liberado sentí la necesidad de echar a correr, agitarme y gritar como instantes antes habían hecho las demás crías. Dejar que mis sentidos estallaran. Me sentí torpe. Perdía el equilibrio cada vez que aceleraba el paso, aunque cinco minutos más tarde caminaba con tanta destreza como los demás. Era divertido tener con quien jugar, aunque por alguna razón que desconocía percibía una actitud diferente con respecto a mí. “¿Estaré haciendo algo mal?”. Nos perseguíamos unos a otros dando saltos, unos más hábilmente que otros.

La que llamaban “mamá”, nos indicó que la siguiéramos. Sin duda, aquella actividad frenética y agotadora bien se merecía una zambullida agradable. Ninguno de los cinco protestamos. Sabía que algo iba mal, intuía que, aunque se esforzaran, me trataban diferente. Como si de un ejército disciplinado y jovial se tratara avanzamos por la fresca hierba en una perfecta hilera que yo cerraba con mi paso enérgico y orgulloso. “Mamá” se adentró en las cristalinas aguas del lago y nosotros seguimos su ejemplo.

Con perfecta armonía nadábamos entre juncos, recorriendo un camino que quedaba dibujado a nuestro paso para desaparecer segundos más tarde. Entonces me detuve a contemplar aquel paisaje primaveral y florido, mientras los demás se sumergían buscando traviesos peces.

Mi mirada se detuvo en aquellas aguas claras. Observé una imagen desconocida reflejada en ellas. Aquella extraña figura me seguía allá donde fuera. Un calor sofocante recorrió mi pequeño cuerpo. Levanté mi extremidad derecha cubierta de aquel plumaje, que observaba por primera vez. Lo mismo hice con la izquierda. Mi boca era sin duda más larga que la de los otros, que tenían de picos más redondos y cortos; mi cabeza, mucho mayor y desproporcionada en relación al cuerpo; las cuencas de mis ojos más oscuras; y mis patas diminutas remaban incansables con gráciles movimientos.

En aquel instante descubrí porqué todos me habían mirado sorprendidos y asustados cuando llegué a este mundo. Era algo insólito en medio de aquel clima armonioso, donde todos eran iguales. Logré integrarme en aquella rutina, pues podía realizar cualquier cosa que me propusieran sin dificultad.

Sin embargo, no me sentía feliz. Admiraba su belleza de de la cual yo carecía, y en silencio me lamentaba de mi singular aspecto. La situación empeoró cuando empezaron a comportarse cruelmente conmigo, ignorándome, marchándose sin avisar y aludiendo a mi aspecto: “¡Qué feo eres!”, me gritaba uno mientras los demás se reían y regodeaban.

Así pues, una noche, mientras dormían plácidamente, decidí desaparecer y alejarme de ellos.

Estuve vagando por parajes inquietantes, pasé frío, miedo y hambre. Sobre todo, añoraba el calor de aquella madre, que, aunque yo no fuera su hijo, me había aceptado y cuidado como a uno más.

Me lamentaba por mi soledad, veía a otros animales que convivían dichosos en familia, y me sentía cada vez más solo y afligido. <<Tal vez, me precipité abandonándoles. Ahora, probablemente moriré congelado, hambriento y solo>>.

En estos pensamientos estaba cuando dos niños me encontraron, escondido entre plantas admirando las preciosas aves que se alejaban sobrevolando por el cielo en busca de tierras más cálidas durante el crudo invierno.

Mi pequeño y débil cuerpo agradeció el calor de aquel hogar. Los estornudos remitieron gracias al fuego de la chimenea que calentaba aquel espacio.

Eran dos hermanos, un niño y una niña, quienes con cariño y emocionados jugaban cada día conmigo. En ocasiones me lanzaban al aire o me dejaban en lo alto de un armario y me animaban a saltar y volar. Aunque a veces me hacían daño, sin querer, me sentía feliz y agradecido. Nadie me gritaba que era feo.
Llegó de nuevo la primavera, y salimos a jugar al prado junto al lago.

Recordé aquella época en la que viví con los otros patos que me insultaban.

Un día, estaba contemplando como unos cisnes hermosos nadaban elegantemente. Sentí una enorme envidia. Seguro que ellos nunca habían sufrido ningún acoso por su aspecto. ¡Eran tan espléndidos y radiantes!

Me acerqué a la orilla para observarlos mejor, y, de repente, observé cómo una imagen desconocida que se reflejaba en aquellas aguas me miraba con gesto sorprendido. ¿Era una alucinación? Contemplé la preciosa figura de un cisne blanco, de elegantes plumas, cuello esbelto y con un donaire apuesto y gallardo aparecía en el reflejo de las aguas límpidas. ¡Era yo!

¡Me había convertido en una de las más agraciadas criaturas de la naturaleza!

Los demás cisnes, admirados, por mi porte, me acogieron con afecto y entusiasmo.

Nunca, nadie más, volvió a llamarme feo.
Mara Cabello 2012

domingo, 28 de octubre de 2012

Simetría


Un nuevo relato con un narrador que dosifica sabiamente la información, en este caso para crear un ambiente nebuloso tenso y ligeramente onírico. Empar Martí lo ha vuelto a conseguir:

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La viajera lee, o tal vez únicamente sujeta el libro, en su asiento de primera clase, sola, junto a la ventanilla.

El visitante, mientras, ha llegado ante ese departamento del vagón central. Observa  un poco. Espera.  La viajera pasa la hoja del libro. Entonces él abre la puerta; ella guarda su lectura; él entra y se sienta.
Él no lleva ningún equipaje, solo un sombrero que, negligentemente, sostiene sobre su rodilla.  Pregunta: ¿Le molesta que fume? Ella contesta: No, adelante.

El tren aminora la marcha. Durante unos segundos se detiene, y, al volver a moverse, también lo hace su conversación que, de momento, avanza entre vaguedades. Los ojos de ella se iluminan.

La locomotora despliega su potencia en la oscuridad, y las tenues luces  dejan ver poca cosa más que siluetas. Cualquier resto de paisaje queda ahora escondido, detrás de las cortinas de las ventanillas. En ese instante la conversación ha vuelto por caminos convencionales.

En un momento dado, él, con una sencilla pregunta la sorprende: ¿Qué libro leía usted? Oh, uno cualquiera. Ya, pero usted perdone, mi curiosidad es insaciable. Ella continúa con evasivas. Él insiste: cuando he entrado, usted ha pasado la página de derecha a izquierda. Ahora ella parece que tiembla. Como derrotada, le muestra el libro.

El visitante lo abre, lo lee, o parece leerlo: Shema Israel Adonai Eloheinu Adonai Ejad;  Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno, comenta.

La viajera pasa en tan solo unos segundos del aparente pánico a la sorpresa y el alivio. Parece como si ambos hubiesen abierto unas ocultas compuertas que, durante mucho tiempo, hubiesen retenido secretos inmensos. Esa apertura ha dado paso a una fluidez de verbos que solo se detiene cuando, el tren, de manera casi imperceptible, comienza el proceso de desaceleración.

Él se excusa, ella argumenta que también va al lavabo. Ambos salen en sentidos opuestos, dejan atrás el baño y cruzan las puertas que llevan a los respectivos vagones continuos. Dos hombres esperan en el primer departamento de cada uno de los coches.  

En los dos grupos de tres personas se encienden cigarrillos. Los diálogos son casi idénticos en ambos extremos: él/ella es el hombre/mujer que buscábamos no hay ningún tipo de duda, entendía el hebreo. Después de la conversación estoy segura/estoy seguro de que él/ella es quien ha estado pasando a los judíos.

Repasan el plan. Cuando los agentes terminen con el trabajo  deberán abandonar el tren, y  tomar el expreso que llegará en sentido inverso. La próxima cita, al día siguiente, en la otra parte de la frontera.

 Los cigarrillos se agotan, el tren se detiene, y cuatro agentes que salen desde puntos opuestos convergen en el departamento, ahora vacío. Se miran fríamente, ocultando su sorpresa. Resignados y en silencio vuelven a sus puntos de origen.

 En el andén, ocultos entre el cúmulo de carbón y vapor, dos personas que esperan para cruzar a la otra parte se reconocen cuando un golpe de viento aclara la niebla. Ninguno de los dos oculta la extrañeza de ver al otro. Ambos avanzan hacia un ya imposible reencuentro y ambos hunden la mano derecha en el bolsillo derecho de la gabardina.

 El tren retoma la marcha. El inmenso silbido de la locomotora rompe el silencio nocturno y ahoga cuatro ráfagas de metralleta, disparadas en diagonal. Las dos figuras se inclinan, encontrándose. En un momento, tan fugaz como breve, forman una equis perfecta. Un segundo después son dos cuerpos tendidos, uno sobre el otro, en el andén oscuro y frío. 
Empar Martí 2012.

La fotografía está extraída de un fotograma de la película El hombre de Londres (Bela Tarr, 2007)

viernes, 26 de octubre de 2012

La loca del desván


El cuento que nos presenta esta semana Fran Garcerá realmente mantiene a los lectores en vilo hasta un sorprendente y revelador final:

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José Jaime Guzmán de Alvarado no era feliz. Hijo de uno de los mayores magnates de la madera, llevaba la vida relajada a la que se daban las familias recién encumbradas al escalafón más alto de la sociedad. No eran desconocidas para él las tertulias distendidas en los cafés de moda, el teatro o las largas cenas que culminaban en más largos bailes de sociedad. Pero no fue en esas cenas donde la conoció, ni en los cafés o teatros. Tampoco en los paseos o alamedas donde la gente elegante se congregaba, ya que no era muy asidua a esta clase de mundo. No obstante, todos conocían a su familia.

María Salud de Ocampo y Zúñiga era una muchacha normal que pertenecía a una de esas familias cuya heráldica, se perdía en los tiempos de los godos y sus casas crujían con el resplandor de ayer y el polvo de hoy acumulado en las esquinas, cortinas y repisas de mármol, a la cual la plenitud de sus diecisiete años hacía brillar bajo la aparatosa ropa. Siempre se habían visto, José Jaime y ella, en meriendas organizadas en casa de uno u otro donde sus familias eran una constante que les impedía hablar siquiera un minuto a solas. Sus padres así lo habían pactado y se casarían.

De hecho, su primer momento más íntimo fue delante de las cientos de personas y personalidades que asistieron al evento, cuando al levantar el velo se miraron directamente a los ojos. Hasta ese entonces, cada vez que se habían visto, ella siempre tenía la mirada baja, perdida, como ausente. Un ensimismamiento del que salía con pequeños sobresaltos venidos de ninguna parte. El viaje de novios fue bien. Era callada, pero eso convenía a cualquier buen matrimonio.

Al regresar, se instalaron en casa de María Salud, regalo de sus padres que marcharon a sus posesiones en el campo en busca de una paz menos urbana. No obstante, llevaban ya seis meses casados y José Jaime no había podido pasar por alto las pequeñas excentricidades a las que su esposa era asidua. A veces hablaba en sueños y pronunciaba partes de conversaciones imposibles, nombres desconocidos. Incluso una noche, despertado por el ímpetu de todo recién casado, se sorprendió al no encontrar a su mujer en la cama y su lado totalmente frío. La buscó preocupado por toda la casa. Cuando ya iba a despertar a los criados, una risa cantarina lo atrajo hacia la oscuridad del recibidor de la gran casa. María Salud estaba allí sentada en el pequeño sillón donde dejaban los abrigos, parecía atender a una extraña conversación. Era la primera vez que la oía reírse. Muy despacio se acercó a ella y la cogió de la mano. Sin mediar palabra la acompañó a la habitación, la cubrió amorosamente y ella se quedó dormida casi al instante. <<Pobrecita –pensó-, estos ataque de sonambulismo se deben a que no sale casi nada de casa. A partir de mañana vendrá conmigo todas las noches>>.

Y así fue. Llevó a María Salud a todas las funciones de teatro, tertulias en cafés y cenas de gala a las que él asistía. Le compró vestidos solo soñados para unas pocas, sombreros de fantasía, zapatos, joyas que robaban las luces allá donde iban e incluso polvos, con los que las damas de la alta sociedad gustaban engalanar sus rostros. Pero nada. Aunque ella parecía divertirse, ese ensimismamiento la acosaba sin cesar y le hacía estar ausente de los que la rodeaban. Su marido sabía cuando se encontraba en esos estados por sus ojos. Eran preciosos y enormes, pero cuando estaba así era como si se le quisiesen salir de las órbitas muy levemente. Se le humedecían como si un llanto sereno estuviese a punto de deslizarse. Incluso alguna vez, se le escapaba alguna lágrima.

Ya no salía de casa. José Jaime le había prohibido acercarse al recibidor. Él iba de nuevo solo a divertirse, pero las murmuraciones le aguaban todas las noches de esparcimiento. Comenzó a enterarse de las excentricidades de toda su familia política, que eran tomados todos por locos, que de noche se les podía ver recorrer la casa a través de las ventanas y que la misma María Salud, su mujer, no era bien recibida en otras casas por relacionarse con mujeres de estratos sociales inferiores, que iban a visitarla y eran recibidas en la cocina como si fuesen familia. Esto último conmocionó profundamente a José Jaime.

En abril, además del recibidor, María Salud tenía prohibido poner un pie en la cocina, en los grandes salones y comedores. Ni siquiera, en la misma escalera que bajaba a la planta baja de la casa. Ella parecía no abatirse, ahora visitaba los cuartos deshabitados donde había jugado de niña y se pasaba horas en completo silencio, lo que ponía aún más nervioso a su marido. Todas esas habitaciones fueron cerradas con llave, quedando abierto únicamente el dormitorio del matrimonio, por lo que María Salud se veía obligada a subir un piso más y recorrer las habitaciones del servicio, teniendo conversaciones muy quedas con los criados. José Jaime se enteró que a través de estos, su esposa se comunicaba con el exterior aunque no del contenido de las conversaciones. Los criados de todo el barrio, casi la veneraban. Consternado y abatido, redujo el servicio a una cocinera, un ama de llaves y otra criada que las ayudase. Cerró el resto de habitaciones y encerró a María Salud en el desván, último escalón de la casa. Había acabado por aceptar, definitivamente, que su mujer estaba completamente loca. Además con ese tipo de locura peligrosa por serena, que es capaz de fascinar a multitud de personas.

José Jaime no podía aguantar la soledad de su casa, por lo que pasaba todo el día fuera de allí. Cuando se acababan las reuniones y fiestas socialmente respetables, se deslizaba por las calles hacia la oscuridad de los burdeles y cuando estos cerraban, de las callejuelas del puerto repletas de prostitutas, opio y fiebre. María Salud lo veía todos los días regresar poco antes del amanecer a través de la única ventana circular que proporcionaba luz al desván. Él hacía meses que no la veía, hasta que tampoco pudo salir de casa.

Producto de sus correrías, de sus idas y venidas por el puerto, del alcohol y la droga, tuvo la mala suerte de los pocos que abocados a esta vida mueren pronto. Y así, una noche tras largas horas de fiebre, varios días sin beber ni comer y el torso hinchado como el de un ahogado, murió. Él no sintió nada en particular. Solo abrió los ojos y se levantó de la cama con la visión borrosa, donde algunos bultos danzaban a su alrededor. Reconoció la espalda ancha del ama de llaves, pero aunque le hablaba ella no parecía oírle. <<Pobre mujer –se decía a sí mismo-, debo llevar unas pintas horribles y asustada, no quiere ni mirarme>>. Y tan horrible debía ser, cuando ni la cocinera ni la otra criada le hacían ni caso y parecían ignorarle, aunque él fuese el señor de la casa. No obstante, estaba un poco asustado, porque a nadie le gusta sentirse solo y aislado y sin saber porqué, subió uno a uno los escalones hasta el desván. Tan mareado y borracho se sentía, que él mismo hubiese jurado que subió levitando.

No recordaba haber abierto la puerta del desván, pero se encontró justo detrás de la silla donde su esposa sentada había dejado de lado un libro y tenía esa mirada ensimismada que tanto había llegado a odiar. Ella se levantó despacio de la silla con un pequeño sobresalto y dándose la vuelta, se le quedó mirando con una extrañeza altiva. Sorprendido al reconocer la fuerza en el rostro de mujer, intenta acariciárselo, pero no pudo, era incapaz de tocárselo. De repente, prorrumpe en un grito desesperado que podría haber resonado en toda la casa, aunque no lo hizo. Ahora lo recuerda todo, está muerto. María Salud se inclina bajo el colchón, saca el juego de llaves del ama, abre la puerta del desván y dirigiendo una última mirada a su marido, le dice prácticamente murmurando:

- Si eso era todo lo que tenías que decirme, ahora tengo que irme. – Entonces, cierra la puerta dejando solo a José Jaime. Solo y bien muerto.

María Salud de Ocampo y Zúñiga siempre había sido la señora de su casa, todos lo sabían, aunque toda su vida había tenido cosas más importantes de las que ocuparse. Y a pesar de que esa no sería la última vez que se verían, nunca antes este había comprendido lo realmente cuerda que estaba.

Fran Garcerá 2012