sábado, 13 de octubre de 2012

Las seis, seis y media, casi ocho

En el cuento de hoy, Silvia Cámara nos ofrece, desde un narrador implacable, el retrato de una obsesión que conduce al aislamiento...

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El señor X volvió de Washington, con los bolsillos vacíos y su cabeza despeinada pensando en que aquello no tenía cura. La familia no entendía las manías de su hijo,  y los proyectos que tenía en mente se habían ido alejando conforme la gente se daba cuenta de que era una poco “rarito” y de que no podía presentar esa imagen pública del colectivo.

Cabizbajo, se postró delante del restaurante donde solía ir antes de entrar al despacho, se quedó mirando esos pomos color oro que hacían el relieve de la concha de un caracol de mar y que ahora se convertían en un muro difícil de atravesar para su destino. Así que esperó con las manos en los bolsillos a que alguien abriese e hiciese sonar los cristalitos colgados detrás de la puerta, que tanto le recordaban  a la canción only time  en concierto de arpa y que eran filtros coloridos de  rayos de sol, elegantes, como diamantes de luz.

Algún despistado hablando por el móvil, entró con prisa , sosteniendo la maleta en piel marrón de boxcalf, idéntica a la de su señor presidente, pensaba. Él lo siguió; sabía que todavía le estaba permitida la entrada en ese lugar  ya que  recordaba llevar puestos sus zapatos de charol negros y su traje gris con coderas y  un poco arrugado por el viaje, pero eso ahora no importaba; debía demostrar la misma seguridad con la que había permanecido hasta el momento si deseaba conseguir su mesa, la causa, guardiana y cómplice de todos sus delirios.

 Unos pasos más adelante y perdiendo de vista al caballero del maletín, se topó de frente postrado ante él la cara larga del que no comprende, o del que si comprende, aunque solo de propinas: el servicio. Para él un ser insignificante, el perrito guardián de sus señorías, con smoquin  y pajarita, sujetando a modo de corte de manga una toalla blanca que representa la pulcritud y elegancia del lugar.

 El señor X desfiló la mirada hacia la cara del maître, y vio un bigote que mezclaba ya unos canosos Chaplin y Cantinflas, dando como resultado el frondoso anhelado bigote de José María Iñígo, al cual le seguía la nariz prominente de Rossy de Palma y los ojos desorbitados de Marty Feldman.  Sonrió, como si no se hubiese dado cuenta de que a veces el mundo es cruel con su designio y le pidió sigilosamente una mesa que estuviese al lado de la ventana. Era de vital importancia para él saber si fuera llovía o hacía sol, tenía que tenerlo en cuenta para predecir la hora de llegada de su mujer, añadió.
      <<Probablemente este camarero no se ha dado cuenta de quién soy en realidad, pero así mejor, no vaya a contar a nadie como vino hoy día a tomar café el Señor X.>>

El camarero le hizo una seña de seguimiento, él mientras lo acompañaba contó los azulejos del suelo que le llevaban hasta la mesa, eran veinte negros y diecinueve blancos afirmó en su cabeza al llegar, de un brillo reflectante que daba pena pisar; cuatro cortinas de color plata y oro seguían el camino, y una mesa redonda pequeña con una flor en medio completaban el recorrido.

Esperó a que el empleado le ofreciese asiento y él apoyó sus codos en la mesa, indicándole que podía retirar los cubiertos porque ya sabía lo que iba a pedir y no los necesitaba.

Mientras esperaba la vuelta de la pregunta “¿Qué va a tomar?” , observaba la gente pasando por la cristalera, por la acera del ayuntamiento de Valencia, por la acera dónde se había criado, por dónde había pasado numerosas veces con su uniforme y sus zapatos recién estrenados procurando no mancharlos, dónde había esquivado millones de veces a las marañas de harapos encogidos que escondían  ancianas, ancianos, jóvenes con perros o sin ellos, mujeres con o sin niños pidiendo limosna en la puerta de correos, dónde se enamoró y perdió, donde había presenciado desde los mejores palcos los estruendos sonidos de música que conformaban las fallas a las dos de la tarde, y  por dónde había pasado tantísimas veces para ir a trabajar al gran edificio de banderas ondeantes y de hienas risueñamente trajeadas que acompañaban sus conversaciones.

El saco se rompió, siguió pensando el señor X, la enfermedad le protegió como escusa, y su familia mantenía su estatus social, pero el negocio se ha descubierto, La fórmula uno se verá con lupa y El Hemisféric , aquel lugar de destellos en un día soleado, se verá manchado de reproches y si es así; sigue pensando, ya si que no lo podrá volver a tocar jamás.

La suciedad era el conflicto que mantenía en ese momento, la suciedad era lo que sus manos tocaron, y volvía ahora allí, cruel para sí, cruel por no poder beber de esa copa o estrechar la mano de un gran señor trajeado o de alguna gran dama despeinada por sábanas de su mismo sexo.  Ya todo daba igual. Se bebería el café como siempre.

-¿Me trae un café largo y dos sobres de azúcar?.

-¿Quiere algo más el caballero?

-Si, si puede ser , me cierra la ventana que queda a mi izquierda porque parece que va a llover.

-Si, claro, con mucho gusto.

Ya descentrado de sus pensamientos escuchaba el ruido de ese tren antiguo metálico que deja chirriar el humo de café caliente. Abrió su maletín, y sacó un paquete de clínex hipoalergénicos , despegando de un tirón el precinto inaugural, lo cual le trajo grandes recuerdos; pero siguió,  posándose uno de ellos como sábana de hotel recién planchada sobre sus rodillas y con otro,  limpió la cucharilla que extrajo de una bolsa de plástico transparente.

Disimulaba lo que estaba haciendo mirando hacia afuera, pero a la vez descubría cosas, actos humanos reiterantes, rimbombantes;  bolsas de compras que aparecían ante sus ojos sustituyendo a las personas que las portaban, gente en el semáforo que esperaba sin mirar al de al lado, con orgullo, con esas gafas que ocultan las vergüenzas, las soledades y  los prejuicios,  pero sin darse cuenta que esas cabezas extremadamente estiradas obviaban algunas manos gitanas que escondían sus derechos detrás del periódico del día. El cual decía: "El señor X, ha acusado a la señora Z de demostrar su 'fobia' a crear empleo".

Llegó el café con aquella actitud de un resignado aspirante a rico que trae el carrito de las bebidas:.

-¿Quiere alguna cosa más el caballero?¿Está todo a su gusto?

-Si, todo perfecto muchas gracias. Puede retirarse.

Cogió uno de los sobres y antes de abrirlo leyó el proverbio que en él aparecía. "Mano de arena es la codidia: aunque se lave, nunca se limpia" (Anónimo), y a continuación como si de un ritual se tratase movió seis veces el sobre..

Son las seis en punto, pensó.

  El segundo sobre decía “la soledad acecha al villano” (Anónimo) y al leerlo pensó:
<<Todos los proverbios de hoy son anónimos, el destino concuerda conmigo hoy que no quiero ser conocido. ¡La suerte está de mi lado!>>

En ese momento como si de un código morse  se tratara otra mano repetía su gesto, agitando también un sobre en seis ocasiones. Al girar la cabeza el señor X se encontró un cuerpo que no conocía, unos tacones de color azul marino que sostenían dos líneas ascendientes hasta una falda de tubo con seis botones delanteros y un remiendo en la cremallera que intentaba ocultar el cambio de estación de verano a invierno, enlazaba con una camisa blanca-oscura, y unos frondosos, pecaminosos labios que parecían tener como característica aquellas mulatas. << yo tengo empleados y empleadas como ella, solo quieren mandar dinero a su familia y engañarte si pueden>>

El sorbo que llegaba a los labios de aquella cómplice caía justo por el lado del asa de la taza , por dónde nunca bebe nadie. Era su vivo espejo, su retrato actante, a las seis en punto, él estaba haciendo  lo mismo que aquella camarera.

 <<¿Es camarera?¿pero las camareras sufren estas enfermedades?¿no dicen que las manías son solo cosa de ricos?¿o era que no las curaban  los médicos?. Me gustaría tanto hablar con ella y preguntarle cómo ha contraído esa enfermedad… pero allí anda la vecina de mi madre con su perrita Laky y sus bolsa de Nespresso, las imagino hablando esta tarde con sus dientes de Porcelanosa , y sus caras de Mariquita Pérez, diciendo que eso solo puede ser una aventura, pero que hay que andar con ojo para que no se aprovechen de mi dinero. >>

De repente algo tapó la imagen de su siamesa y de sus pensamientos ; un antiguo compañero del colegio al que no veía desde hacía  mucho tiempo. Aquel personaje excéntrico con gafas de Loewe  transparentes ,un pañuelo granate de Versace y unos guantes de piel a los que le faltaban  los dedos;   le  estaban ofreciendo la mano, las cuales no entendían por supuesto que eso era imposible, se levantó y entabló una conversación improvisada para evitar el apretón.

-¿Qué tal?¿Cómo van tus diseños?

-Muy bien, ¿y a ti?¡Te he visto muchas veces en la tele!

-Si, muy bien, estoy tomando un café rápido porque en seguida entro a la siguiente reunión.

-Comprendo, me alegro ver que los dos hemos llegado a lo más alto. Por cierto, ¿te has casado ya?¿cómo quedaste con aquella rubia despampanante?

-Bien, como siempre, pero ya sabes que me canso rápido, soy caprichoso.

-Si, tu siempre te las has llevado de calle, por tu simpatía, tu pelo y tus chistes.


-Si, ¡ será por eso!. Bueno, voy a ver si termino porque me tengo que ir, espero encontrarme de nuevo contigo por aquí.

 <<ojalá que no, porque es un fracasado, a este ya no le dejan entrar ni a las fiestas del señor  Mustache. >>

-Por supuesto. ¡Y que nos veamos igual de bien!¡ciao!¡Hasta luego!

Y cogiendo su taza de café hizo un gesto con la cabeza para despedirse frente al cristal, mientras aquel  Underground  parecía hablar por unos auriculares minúsculos que  llevaban la luz roja de : apagados.

Lo que no sabía aquel amigo es que en realidad no pudo estar con aquella rubia despampanante porque para entonces empezaron los primeros  brotes de enfermedad y la ducha era el único lugar de encuentro entre ambos, la única sala de operaciones XXX, la única cuarentena de contacto de gérmenes, el último escalón de limpieza. Pero el jabón se acabó y con él los besos, los abrazos, los paseos de la mano… pasó a un segundo plano público, con lo que por supuesto la rubia despampanante no se iba a conformar.

Estaba empezando a llover, la apariencia de la vendedora de flores se estaba marchitando como la de aquellas orquídeas de talle largo pero corta vida con poco olor, delicadas y bellas o la de las margaritas de colores que ese día no se entrometerían en la decisión de ningún amor y que sin embargo seguían siendo suaves, terciopeladas, pequeños girasoles con pétalos partidos, o incluso a la de las rosas, gusanos de seda a punto de echar volar, intensas y elegantes, pero ese día: tristes.

Él , ante la lluvia. tuvo la necesidad, casi la obligación de seguir otro ritual, el de abrir debajo de la mesa unas tijeras de hierro color plata reluciente en forma de uve mirando hacia la tormenta para protegerse de ella.

Así que, nuevamente un sonido respondón le desconcertó a él de sus actos, el mismo  sonido afilado de  las tijeras venía del otro lado de la cafetería, de la barra, dónde la mujer de camisa desgastada disponía la misma acción y hacía como él mismo,  seis cruces y media  alrededor de su la cara.

Son las seis y media, pensó.

El impulso lo llevó a levantarse de la silla, por fin podría tener una compañera de susurros, de películas, de comidas higiénicas, de paseos distantes…

 Pero,  llegó tarde.  Ella había entrado en la cocina y otro pomo redondo se interponía en su camino y en la forma asimétrica de su codo, <<¿A quién de los que le rodeaban le iba a decir que le abriera la puerta para hablar con una empleada cualquiera?.


<<¡qué tipo más raro!, afirmaba entre dientes la chica mientras lo observaba desde el otro lado acristalado de la cocina, está intentando abrir la puerta con el codo, con lo fácil que es ponerse unos guantes, si no fuese por esta herramienta ¿cómo podría haber encontrado un trabajo? Todos hubiesen descubierto que no soy “normal”. >> Y prosiguió :
<<Yo hubiese sido un buen partido allí en mi tierra, tenía un Bachiller y era profesora, pero hoy en día ¿quien se creería un cuento como el de Cenicienta o el de Vivian Ward? Los sueños solo ocurren en Beverly Hill o en países muy muy lejanos. >>

El hombre decidió pagar y esperarla en la puerta trasera, dónde no le viera nadie y por dónde sabía que tarde o temprano saldrían los empleados. El ruido rechinante de la puerta poco engrasada  hacía más que insostenible la espera. Miraba su rolex daytona en aquella muñeca huesuda pensando que era la única vez en la que se había humillado tanto, mientras en la cocina, detrás del muro aparecían unos ojos que lloraban lágrimas de cebolla, unos brazos  que se abrasaban  dando la vuelta a una ternera poco hecha , unas manos que se agrietaban fregando los platos a conciencia para que no hubiese ninguna queja de los señoritos y dos cuerpos sudados sacando la basura de las raspas que unos no han querido y que otros esperaban para la hora de la cena.

Pensó en irse el señor X,  pero había leído que algunos enfermos con el tiempo llegaban a encerrarse en sus casas para no contaminarse y si sucedía tal momento, quién sabe si algún día volvería a encontrar a alguien con quien compartir su vida.

 Eran las siete pasadas, casi las ocho y el umbral solo se abría para ofrecer a personas indiferentes ante sus ojos. Miró dos mendigos que parecían haber sido estudiantes  hace poco y que discutían por sus recientes adquisiciones.

En ese segundo, una sombra  pasó por su lado como el momento en que te toca un soplo del ventilador giratorio. Un aire fugaz con más fuerza de la que jamás el aire tuvo, y hasta él llegó su aliento y hasta ella llegó su alma.

O eso pensaba.

En un último intento, sabiendo que la vida le había causado las condiciones en las que estaba para que triunfara el amor, llamó a la camarera y le preguntó:

-¡Perdone señorita!

-¿Si?

-¿Le puedo hacer una pregunta?

-¿Es sobre alguna cuestión del restaurante?

-Si…bueno, sobre algo que ha pasado ahi dentro.

-Pues llevo prisa…, pregúnteselo al maître , él seguro que se lo resuelve mejor. ¡Hasta pronto!

Ella entró en un coche ,  limpio, preparado exclusiva y fielmente a modo del de una niña rica caprichosa, con un mulato bañado en  moreno de fibra y acompañado de la música del mar del Caribe.

El mulato le preguntó a la camarera:

-¿Quién era ese?¿qué te ha preguntado?

-Nadie, un político con la misma fobia que yo, pero sin el placer de poder disfrutarla.

-¿Si?.Yo tengo otra fobia.

-¿Cuál? No sabía nada.

-Sí. Miedo a los políticos y a sus leyes de inmigración.

-Ah, ¿si?¿Y cómo se llama esa fobia?

-Sensatez.

El señor X se quedó tétrico, pálido, fálico;  con las ocho en punto y ese odioso “¡Hasta nunca!”.     
Y de repente, escuchó su nombre, la voz de alguien importante le distrajo de sus juegos de rico.

Señor…
Silvia Cámara 2012

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