domingo, 21 de octubre de 2012

Segunda versión


Era muy necesario conocer esta versión. El relato original dejaba bastantes aspectos sin aclarar. Empar Martí, en este texto, viene a resolver enigmas y a clarificar aspectos oscuros. Y, tal vez, a sugerir otros nuevos...

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Han pasado ya muchos años. Y, sin embargo, su cara, esa arrugada y despreciable cara, nunca ha dejado de visitarme. Es solo un recuerdo, un maldito recuerdo del que no me puedo desprender, que insiste en regresar, que me envuelve todas las noches sin descanso. Cada  vez que cierro los ojos, es su imagen la primera que viene a mi mente. Estoy convencido de que, esta misma noche, su furiosa y perturbada mirada volverá a perseguirme, logrando, una vez más, desintegrarme.

Han pasado tantos años… y todavía me siento incapaz de perdonarle. Me he convertido en un miserable anciano, y estoy seguro de que, ahora,  su enclenque cuerpo y su  trastornada mente se han evaporado. Cada día, he deseado, esperado, rogado al azar para que nos guiara por caminos opuestos, y no reencontrarnos.  Pero aún sabiendo que ya ha desaparecido, cuando en momentos como este lo evoco, no puedo parar de temblar, de estremecerme.  Y el yo inocente, iluso, crédulo y estúpido, todavía sigue creyendo que algún día seré capaz de olvidarlo.

Él se transformó, se trastornó, cuando murió mi madre. Recuerdo, que entonces por las mañanas se levantaba explicándonos como durante sus sueños, un poderoso dios lo había visitado.  Yo apenas tenía doce años, y cada día, contemplaba apenado, la manera en la que nos iba abandonando para estar más horas rezando en solitario, invirtiendo todo su tiempo en  complacer a ese dios imaginado. Cada vez lo oíamos musitar más a menudo, arrodillado, cubriéndose el rostro con sus propias manos.

Un día, en el que llorando me dirigí a él, pidiéndole que, por favor, se levantara, y que viniera conmigo a jugar, a pasear, a contarme cualquier cuento, como hacía antaño, fijó sus ojos azules, impenetrables e intensos en los míos, y, sin decir palabra, me golpeó en la cabeza con su bastón, dejándome medio inconsciente. Entonces aprendí a dejarlo solo, a no molestarlo cuando le invadía su locura, y a contemplarlo desolado, dispuesto a sentirme el hijo más desamparado de todos. Él nunca comprendió lo que yo llegué a odiar a ese dios, a ese amigo suyo imaginario, que cada día se llevaba su entendimiento a lugares más lejanos, hasta que un día, olvidó el camino de regreso. 

Fue en marzo, el 25 de marzo, cuando después de varios días de asilamiento voluntario, reunió a dos de nuestros criados, y les pidió que nos acompañaran a una excursión. Anduvimos durante tres días, no íbamos lejos, tal vez en jornada y media hubiéramos llegado a nuestro destino, pero él debía de pararse cada poco, a realizar sus interminables e innecesarias oraciones. Al atardecer del segundo día nos paramos a recoger leña. Lo notaba más ausente, preocupado y triste que de costumbre. Apenas murmuraba más que frases incoherentes e inconexas. Andaba solo, con la mirada fija en el suelo. Y, juraría, que en más de una ocasión, se le caían lágrimas que disimulaba.

Al tercer día de marcha llegamos al pie de una pequeña montaña. Él pidió a los sirvientes que nos esperasen allí, y nosotros dos, solos, comenzamos la ascensión. No entendí por qué esta vez ya no nos acompañaban los criados, pero intuí que más valía no preguntar nada. Subimos despacio. Yo, cargaba con la leña, sin comprender, sin querer comprender, el fin de todo aquello. Él expresó su deseo, o el  de su dios, de adorarle cuando llegáramos al punto más alto.

Al alcanzar la cima, me miró de una forma extraña, y me dijo medio en susurros que honraríamos a  ese dios, ofreciéndole un sacrificio. Me sentía tan intranquilo que solo acerté a sonreírle muy tímidamente, advirtiéndole de que yo cargaba con la leña, pero que no contábamos con ningún cordero para ofrecer.
Recuerdo que él no me devolvió la sonrisa.

Entonces todo se desarrolló muy rápidamente. Sus ojos se tornaron agresivos, fríos, y despiadados. Una mano ya vieja, arrugada, en la que se marcaban las venas, sujetaba un cuchillo afilado, destinado a mí. Mi padre, mi propio padre, quería que yo fuera la ofrenda para su dios.

Y a mí no me respondían los músculos, no era capaz de reaccionar, de moverme, atónito ante lo que sucedía. Tenía solo doce años, y tú te abalanzabas encima mío, centrando todos tus esfuerzos por dejarme sin una gota de sangre, mientras no dejabas de musitar frases cortas. Murmullos que se perdían entre mis gritos histéricos.  

Tu cuchillo rozaba mi cara, y yo intentaba, con todas mis fuerzas alejarlo de mí. Pensaba que en pocos segundos acabarías conmigo. Tú, mi padre, el padre más perverso, cruel, demente y despiadado de todos. Entonces, durante una brevísima fracción de tiempo miraste hacia el cielo, y flaquearon tus fuerzas. Llorabas.

Cogí tu cuchillo, que había caído al suelo. Cerré los ojos, no podía verme a mí mismo desgarrándote la carne. En el último segundo opté por herirte en una pierna. Pensé que estando tú lesionado, yo podría huir, por la otra parte de la montaña.

Descendí corriendo, tropezando varias veces y cayendo al suelo. Seguía oyéndote gritar desesperado. Quiero pensar que los criados te encontraron y te ayudaron. Yo  me detuve cuando me di cuenta, de que, por fin, solo escuchaba al viento. 
Empar Martí 2012

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