Era muy necesario conocer esta versión. El relato original dejaba bastantes aspectos sin aclarar. Empar Martí, en este texto, viene a resolver enigmas y a clarificar aspectos oscuros. Y, tal vez, a sugerir otros nuevos...
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Han pasado ya muchos años. Y, sin embargo, su
cara, esa arrugada y despreciable cara, nunca ha dejado de visitarme. Es solo
un recuerdo, un maldito recuerdo del que no me puedo desprender, que insiste en
regresar, que me envuelve todas las noches sin descanso. Cada vez que cierro los ojos, es su imagen la
primera que viene a mi mente. Estoy convencido de que, esta misma noche, su
furiosa y perturbada mirada volverá a perseguirme, logrando, una vez más,
desintegrarme.
Han pasado tantos
años… y todavía me siento incapaz de perdonarle. Me he convertido en un
miserable anciano, y estoy seguro de que, ahora, su enclenque cuerpo y su trastornada mente se han evaporado. Cada día,
he deseado, esperado, rogado al azar para que nos guiara por caminos opuestos,
y no reencontrarnos. Pero aún sabiendo
que ya ha desaparecido, cuando en momentos como este lo evoco, no puedo parar
de temblar, de estremecerme. Y el yo
inocente, iluso, crédulo y estúpido, todavía sigue creyendo que algún día seré
capaz de olvidarlo.
Él se transformó,
se trastornó, cuando murió mi madre. Recuerdo, que entonces por las mañanas se
levantaba explicándonos como durante sus sueños, un poderoso dios lo había
visitado. Yo apenas tenía doce años, y cada
día, contemplaba apenado, la manera en la que nos iba abandonando para estar
más horas rezando en solitario, invirtiendo todo su tiempo en complacer a ese dios imaginado. Cada vez lo
oíamos musitar más a menudo, arrodillado, cubriéndose el rostro con sus propias
manos.
Un día, en el que
llorando me dirigí a él, pidiéndole que, por favor, se levantara, y que viniera
conmigo a jugar, a pasear, a contarme cualquier cuento, como hacía antaño, fijó
sus ojos azules, impenetrables e intensos en los míos, y, sin decir palabra, me
golpeó en la cabeza con su bastón, dejándome medio inconsciente. Entonces aprendí
a dejarlo solo, a no molestarlo cuando le invadía su locura, y a contemplarlo
desolado, dispuesto a sentirme el hijo más desamparado de todos. Él nunca
comprendió lo que yo llegué a odiar a ese dios, a ese amigo suyo imaginario, que
cada día se llevaba su entendimiento a lugares más lejanos, hasta que un día,
olvidó el camino de regreso.
Fue
en marzo, el 25 de marzo, cuando después de varios días de asilamiento
voluntario, reunió a dos de nuestros criados, y les pidió que nos acompañaran a
una excursión. Anduvimos durante tres días, no íbamos lejos, tal vez en jornada
y media hubiéramos llegado a nuestro destino, pero él debía de pararse cada poco,
a realizar sus interminables e innecesarias oraciones. Al atardecer del segundo
día nos paramos a recoger leña. Lo notaba más ausente, preocupado y triste que
de costumbre. Apenas murmuraba más que frases incoherentes e inconexas. Andaba
solo, con la mirada fija en el suelo. Y, juraría, que en más de una ocasión, se
le caían lágrimas que disimulaba.
Al tercer día de marcha llegamos al pie de una
pequeña montaña. Él pidió a los sirvientes que nos esperasen allí, y nosotros
dos, solos, comenzamos la ascensión. No entendí por qué esta vez ya no nos acompañaban
los criados, pero intuí que más valía no preguntar nada. Subimos despacio. Yo,
cargaba con la leña, sin comprender, sin querer comprender, el fin de todo
aquello. Él expresó su deseo, o el de su
dios, de adorarle cuando llegáramos al punto más alto.
Al alcanzar la cima, me miró de una
forma extraña, y me dijo medio en susurros que honraríamos a ese dios, ofreciéndole un sacrificio. Me
sentía tan intranquilo que solo acerté a sonreírle muy tímidamente, advirtiéndole
de que yo cargaba con la leña, pero que no contábamos con ningún cordero para
ofrecer.
Recuerdo que él no me devolvió la sonrisa.
Entonces todo se desarrolló muy rápidamente.
Sus ojos se tornaron agresivos, fríos, y despiadados. Una mano ya vieja, arrugada,
en la que se marcaban las venas, sujetaba un cuchillo afilado, destinado a mí.
Mi padre, mi propio padre, quería que yo fuera la ofrenda para su dios.
Y a mí no me respondían
los músculos, no era capaz de reaccionar, de moverme, atónito ante lo que
sucedía. Tenía solo doce años, y tú te abalanzabas encima mío, centrando todos
tus esfuerzos por dejarme sin una gota de sangre, mientras no dejabas de
musitar frases cortas. Murmullos que se perdían entre mis gritos histéricos.
Tu cuchillo rozaba
mi cara, y yo intentaba, con todas mis fuerzas alejarlo de mí. Pensaba que en
pocos segundos acabarías conmigo. Tú, mi padre, el padre más perverso, cruel,
demente y despiadado de todos. Entonces, durante una brevísima fracción de
tiempo miraste hacia el cielo, y flaquearon tus fuerzas. Llorabas.
Cogí tu cuchillo,
que había caído al suelo. Cerré los ojos, no podía verme a mí mismo
desgarrándote la carne. En el último segundo opté por herirte en una pierna.
Pensé que estando tú lesionado, yo podría huir, por la otra parte de la
montaña.
Descendí corriendo,
tropezando varias veces y cayendo al suelo. Seguía oyéndote gritar desesperado.
Quiero pensar que los criados te encontraron y te ayudaron. Yo me detuve cuando me di cuenta, de que, por
fin, solo escuchaba al viento.
Empar Martí 2012
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