jueves, 25 de octubre de 2012

Ochentoso

Con este cuento vuelve a nuestro blog Josella Playton, con historias urbanas de vidas al límite en el margen de la ciudad. En esta ocasión, nos vamos a Buenos Aires en los años 80.

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Con veintidós años era todo muy fácil y muy difícil al mismo tiempo; la potencialidad poética de esa situación, la verdad, es que no formaba parte de mis preocupaciones de entonces. El bien y el mal; blanco y negro; el ying y el yang; porque tu hielo me abrasa: no eran más que palabras, incluso, aunque se pensara mucho en ello, buscando la verdad y bla, bla, bla.

Eran los ochenta, ¿sabés lo que eso significa, lo que significaba? En aquel tiempo nadie sacaba conclusiones, pero la realidad es que los ochenta fueron como meter en una licuadora a los sesenta y los setenta —décadas lejanas, inaccesibles— mezclarlos bien y sacar un vaso de jugo de lo peor. Y tragárselo sin respirar, como hacían nuestros viejos con el aceite de ricino, qué pelotudos los pobres.

Todo era muy sencillo. Odiábamos y amábamos, y no aguantábamos a nadie. Claro, sí, obvio, tampoco nos aguantábamos a nosotros mismos; pero que nadie se metiera con nosotros.

Y nos volvíamos locos con los raros peinados nuevos; odiábamos los mocasines de goma; la ciudad de la furia era una puta ciudad de pobres corazones. En eso estábamos, qué querés: te amo, te odio; dame más.

Y nos salvamos de muchas cosas, también. ¿Te imaginás si la Argentina hubiera limitado con Marruecos, por ejemplo? ¿Te das cuenta de lo difícil que era para cualquiera conseguir heroína? Los ochenta fueron épocas de marihuana y de cocaína, de mucha cerveza, pero hasta ahí llegó nuestro amor. De la que nos salvamos, la heroína no se conseguía. ¿Sabés qué importante fue eso? Porque Luca tuvo mucha mala suerte. Se murió, pero él sabía que lo mejor para escaparse de la heroína era esconderse acá, en el culo del mundo. Y se reventó el hígado. Pero le pasó solamente a él, ¿no?

Así eran los ochenta. Era todo un kilombo, había que sobrevivir, salvarse de uno mismo, de la mediocridad feroz que nos nacía de dentro del alma, que engrasaba nuestra mirada. Y sí, ya lo sé, estoy conceptualizando, embadurnándolo todo de racionalidad pedorra, inútil, indiferente. Y contándote muchas boludeces que no importan a nadie, como hago siempre.
Yo sé que lo único que me importa de los ochenta es lo que pasó entre vos y yo. Pero tenés que comprender que no me ampara el secreto de confesión, que no soy un rey absolutista que puede hacer lo que le salga de las pelotas y que no le va a pasar nada. Yo soy un tipo de carne y hueso, con mis flaquezas, mi enorme miedo. ¿Te das cuenta de lo que me habría pasado si hubiera abierto la boca, si hubiera sido sincero y lo hubiera contado todo?

Yo sé que la justicia es importante, carajo, ¿cómo no lo voy a saber? Pero tampoco era cuestión de inmolarme. ¿Vos te das cuenta de lo que me hubiera pasado a mí, con el pelo largo que llevaba en esa época, con mi delgadez, mi cara de niño, ahí, en la cárcel, víctima del sistema judicial argentino que castiga a lo bestia? Yo sé que me libré, que no se hizo justicia, que me habría merecido ser castigado y bien castigado, pero no así, eso era demasiado. Obvio que tuve miedo, ¿cómo no iba a asustarme saber que iba a pasar no sé cuántos años preso, que me vieran enclenque como era y que me reventaran a trompadas vaya uno a saber cuántas veces, que me violara quien quisiera, que me usaran como su empleada doméstica para siempre?

¿Te acordás cómo fue la primera vez que hablamos? Yo te reconocí en el colectivo, no habías conseguido asiento y estabas parada con esa cara de odio que tenías, que te hacía tan linda, y yo me fui acercando de a poco, como quien no quiere la cosa, y ahí mismo me di cuenta de que si te saludaba, si te comentaba que me parecía que te conocía, que no eras vos, acaso, la hermana de Máquina, el pendejo boludísimo que laburaba en el bar de la estación de Primera Junta, vos no me habrías dado tres cuartos de bola. Que tampoco valía sonreírte y hacerme el gracioso, ni el interesante, ni nada. La única forma era sorprendiéndote y conseguir que quisieras matarme durante un segundo. Por eso fue que aproveché la frenada y te golpeé con el codo en el hombro. Vos me dijiste “¿qué hacés, forro?” y yo te pedí perdón y lo puteé al colectivero. Y enseguida te pregunté si vos no eras la hermana de Máquina. Y descubrí que eso que hiciste, que fue volver a juzgarme con toda la intención de volver a condenarme, resultó a favor mío. Que tuve mucha suerte, que había jugado muy bien mis cartas. Y que vos tuviste toda la mala suerte del mundo.

Eran los ochenta. Era algo así como que todo estaba permitido, ¿me entendés? El pelotudo de Nietzsche pensaba que él había matado a dios, cuando en realidad lo matamos nosotros, los que verdaderamente nos importaba todo tres carajos. Y sí, otra vez me pongo a conceptualizar, ¿viste qué bien se me da escaparme?

—Máquina es un boludo —me dijiste—. ¿Tenés muchos amigos boludos, vos?

Me costó varios segundos darme cuenta de que el no haber sabido qué cosa inteligente responderte había sido un golpe de fortuna. Te vi en la cara que te creíste que me daba igual lo que vos pudieras pensar de mí, y me juzgaste con carácter. Te seguí mirando y me limité a sonreírte. Vos te escudaste, aunque no demasiado, en un gesto de indiferencia, pero yo ya estaba en tu terreno, habías dejado entornada una puerta.

De todos modos, aquella vez no canté victoria. Fue un puntito, nada más. Me hice notar, te caí medianamente bien, pero la cosa se acabó ahí. Vos te bajaste después de diez o quince minutos, y yo seguí mi viaje.

Máquina, y hay que ser muy generoso para no describirlo con insultos, es un chabón simple, básico; muy Dos Minutos, Viejas Locas, no sé si me explico. Y sí, era mi amigo, yo tenía amigos así. Yo tampoco era mucho más brillante que Máquina por esa época; seguramente tampoco lo soy ahora, pero tampoco era cuestión de que vos me tiraras por la cabeza un dime con quién andas y me dieras una patada en el culo desde el principio.

A vos no te gustaban ni los imbéciles ni la gente sana, ¿verdad? Era algo que no podías cambiar, por lo menos no cuando te conocí, cuando no sabías lo que querías pero lo querías ya, cuando cometiste el error de tragarte mis mentiras, cuando yo cometí el error de juzgarte, de creerme mejor que vos por el simple hecho de que había conseguido engañarte. Y después ya no importó si alguna vez ibas a cambiar.

Máquina ni se sorprendió de que yo volviera a frecuentarlo, mucho más seguido que antes. Me enteré rápido qué boliches frecuentabas, las bandas que escuchabas, dónde pasabas el rato, tus vicios y si eran compatibles con los míos, que no había forma de que no lo fueran.
Y te encontré. Vos estabas con tus amigas y ninguna tenía un peso en el bolso. Estabas medio borracha, obvio, como yo. Me pareció, cuando te vi, que no habías podido meterte ni media raya en toda la noche. Sentí la sobredosis de suspicacia de tus amigas, ciñéndose alrededor de mi cuello, cuando me acerqué a tu grupo y te saludé, pero aquel momento era mi momento, no sé si me explico, y tus amigas no iban a poder defenderte de mí. Además, para que lo sepas, yo no tenía ni idea de que realmente ibas a necesitar que nadie te ayudara aquella noche. Yo tampoco quería joderte como acabé jodiéndote. Eso, al menos, tenés que creérmelo. Y cómo me gustaría que pudieras creerme en verdad, que tuvieras la opción de creer o de no creer.

—¿Cómo va la noche? —te dije.

—Hasta ahora, maravillosa —me constestaste, dejándome en ridículo incluso sin proponértelo

—A mí me falta algo —te dije.

—¿Ah, sí? —por un par de movimientos bruscos de tu cabeza me di cuenta de que alguna raya sí te habías metido; aunque todavía estabas con ganas, no había sido suficiente.

—Me la olvidé en casa —te dije, pasándome un par de dedos por la nariz.

Te vi pestañear, incrédula y nerviosa.

—Vamos —me dijiste.

Las amigas no respondieron tu saludo cuando les dijiste “me voy”. Yo ni me despedí de ellas, ¿total, para qué?

Viajamos en colectivo, la segunda y última vez que estuvimos juntos. Todo nos daba igual, ¿no te acordabas de eso? En el colectivo ya empezamos a transar: vos estabas borracha y yo también.

—No te zarpés, ¿eh? Mirá que es muy rica —te avisé cuando llegamos a casa.

Yo te avisé, te lo dije. Yo le compraba a un boliviano, obvio que era rica, re pura.

—Rajá, turrito, rajá —citabas una novela que yo aún no había leído. Años después, supuse que aquello había sido una premonición tuya de una película que todavía no había sido rodada. Después, bastante después, me di cuenta de que habías leído Los siete locos mucho antes que yo.

—Te digo en serio —insistí—. Ya vengo: me voy a echar un cloro.

Cuando salí del baño te vi ahí tirada, en el salón. Te habías mandado la raya más larga del mundo, vaya uno a saber qué carajo habías hecho. Cómo te puteé cuando te vi ahí muerta, despatarrada en la alfombra. Con tu vida, sencillamente, acabada. Y la mía jodida para siempre.

Te moví los hombros, te di un par de cachetazos para ver si reaccionabas, te grité, te rogé que no te murieras. Pero estabas recontra muerta. Tenías el papelito de merca atrapado en tu puño y los ojos abiertos.

Se me ocurrió que tenía que tirarte en cualquier lado y hacer como que nunca habías estado en mi casa. Se me ocurrió suicidarme. También se me ocurrió lastimarme con cualquier cosa y decir que me habías atacado y que me había tenido que defender de vos. Vaya uno a saber todo lo que se me ocurrió hasta que, por fin, se me ocurrió sentarme en el sillón, agarrarme la cabeza como si tuviera un ataque de migraña y decidirme a llamar a la policía, porque otra cosa no podía hacer si vivía en un departamento de Flores, rodeado de vecinos y sin siquiera tener un auto donde trasladarte debajo de una lona. Y si todas tus amigas nos habían visto irnos juntos.

Los patrulleros estacionaron frente al edificio a los diez minutos. Vinieron con las sirenas encendidas, pavoneándose, seguros de anotarse otro puntito.

—¿La merca se la diste vos? —me preguntó el oficial que estaba a cargo del operativo.

Te juro por mi vida que estuve a punto de decirle la verdad. Incluso, llegué a tomar aire para contestarle que sí, y apechugar.

—No, era de ella —el oficial no había podido disimular un rictus de avidez y de crueldad mientras aguardaba mi respuesta.

¿Qué querías que hiciera?

—¿Así que era suya, pendejo?

—Sí.

—¿Me estás diciendo que esta piba preciosa con estas tetas y este culo subió a tu departamento y la cocaína era de ella?

El oficial había entrado en el departamento y te había pegado un vistazo; después, casi no volvió a mirarte. Se plantó en medio del salón y me tiró sus preguntas sin dejarme otra opción que decirle la verdad, autoincriminarme. O eso creía él. Su angurria hizo que me dijera a mí mismo que me tenía que meter la lengua en el orto, que lo cerrara muy bien cerrado y que no dejara que me jodieran para siempre, ¿me entendés? El oficial me salvó. Tuvo que ser un mal karma, sus ganas de agarrarme, de cagarme.

—Sí, señor oficial.

—Ya veo.

Los policías inspeccionaban todo el departamento, hablaban entre ellos muy de vez en cuando y, coreografiados, cada tanto alguno me miraba unos instantes y se reía de mí.

—¿Cojieron, che?

—¿Cómo?

—¿Te cojiste a la piba?

—No, yo no, señor oficial.

—¿Sabés que le vamos a hacer una autopsia, no?

—Sí, señor oficial.

—Te lo cuento, porque si te la cojiste los forenses se van a dar cuenta fijo, pendejo. Como la piba está muerta, te vamos a acusar de violación.

—Yo no me acosté con ella, señor oficial.

—¿Vos sabés lo que le hacen a los violines en la cárcel?

—No, yo no hice nada, señor oficial.

—Ni siquiera vas a tener que esperar a que te manden a la cárcel. En la comisaría, también, van a haber unos muchachos ahí encerrados que ni te cuento. ¿Verdad, agentes?

Los policías que estaban más cerca del oficial le dieron la razón, sin dejar de tomar huellas, sacar fotografías, tomar apuntes, sin dejar de no darme pelota.

—Buenos muchachos, gente que dio un mal paso, nada más.

—Yo no hice nada, señor oficial, se lo juro por mi vida.

—¿Entonces la cocaína no era tuya? Mirá que si encontramos huellas tuyas en el papel, perdiste, ¿eh?

—Se lo juro por mi vida, señor oficial, se lo juro por mi vida. Ni siquiera sabía que ella tenía la merca.

Lo que pasó vos lo sabés bien. Me hicieron un análisis de sangre y constataron que yo hacía más de una semana que no tomaba, mientras que vos no habías parado de meterte rayas desde hacía no sé cuánto. En el papel no encontraron ni una huella mía, se ve que las tapaste con las tuyas, que la transpiración de la palma de tu mano me salvó. Constataron que ni había restos tuyos en mis genitales, ni míos en los tuyos, y disculpame que te lo diga así, pero esa es la forma en que lo describió mi abogado, y la expresión no la voy a poder sacar nunca más de adentro de mi cabeza.

Tuvieron que largarme. El oficial que llevó el caso me cruzó una vez por la calle y me aclaró que él estaba seguro de que yo te había dado la merca, pendejo hijo de puta; que si no, esa piba no subía a tu departamento ni mamada, y le volví a decir que yo no te la había dado. Después se llevó la mano al bolsillo interior del saco y pensé que me iba a matar; sacó una grabadora pequeña, funcionando. Se rió de mí.

—Tenía que intentarlo, pendejo de mierda —me dijo a modo de despedida.

A Máquina fue más sencillo convencerlo. Me miró muy fijo a los ojos, sin pestañear, y me preguntó que si la merca te la había dado yo, y que si era su amigo le tenía que decir la verdad. Le dije que no, mirándolo bien a la cara; rumió un poco el aire, sin quitarme la vista de encima, y después me abrazó.

—Te creo —me dijo, sencillamente.

¿Y ahora, en qué me convertí? ¿Sabés en qué? En una especie de Dante muy patético, muy pelotudo, enamorado de una mujer que vi unas pocas veces, nada más, y que encima está muerta, que se murió en mi casa. Yo no puedo decir que te maté yo, porque yo no te obligué a que te metieras una sobredosis, pero vos y yo sabemos que la culpa fue mía.
Lo peor es que hay momentos en que me asalta una lucidez dañina, masoquista, que me hace darme cuenta de que lo más probable es que te haya idealizado. O que, en realidad, te elegí porque sé que si ya no estás, significa que ya no podés ser mía ni yo ser tuyo, y entonces eso me deja tranquilo, asquerosamente tranquilo, sin exponerme a la incertidumbre de entregarme a nadie. Pero qué se yo, mi vida no es más que una paja mental. Una tras otra, sin descanso.

Lo único que sé es que cuando siento que estoy a punto de reventar tengo que venir al cementerio y llorar, confesarme ante tu lápida, contar los pétalos que aún penden de las flores siempre resecas que encuentro al lado de tu nombre.

Llorar y confesarme, y rogar que en esos momentos de debilidad no aparezca tu hermano detrás mío, escuchándome sin que yo me de cuenta de su presencia, porque sé que ese día alguna vez llegará y ahí se acabará todo.
Josella Playton 2012

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