miércoles, 17 de octubre de 2012

Aquí hay algo oculto, peligroso

Comienzan con éste los relatos de la segunda actividad del curso. En este caso, los estudiantes (y el profesor) debían escribir un texto basándose en otro relato, pero cambiando la perspectiva. La enigmática Josella Playton nos ofrece una respuesta muy original y sorprendente.

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La puerta se abrió al mismo tiempo que una luz difusa, desde alguna ubicación indeterminable, encendió una cruda luminosidad blanca como el frío de su cautiverio. Una mano que seguía órdenes lo agarró sin miramientos aunque sin violencia, asignándole con ese gesto la pequeña importancia de la que aún gozaba.

Lo dejaron sobre una superficie opaca, lavada con esmero hacía tan sólo algunas horas. Si hubiera pegado un vistazo a su alrededor, que no lo hizo, podría haber advertido los estragos de los que era capaz la mano indiferente de su captora, los horrores de los cuchillos, del aceite hirviente, de la sal. Los despojos de sus compañeros de cautividad lo rodeaban. Sólo la presencia humana alejaba las bestias y los insectos.

El rojo de su interior era tan rojo como su piel. El cuchillo ya se había cebado sobre su cuerpo. Pero no había gritado, quizás como si supiera íntimamente que nadie pensaba en sus gritos, ni los deseaba ni hubieran sido útiles ni a sí mismo, ni a su captora. O, quizás, porque sencillamente no podría haberlo hecho.

No gritó, pero tampoco reflexionó sobre ello. Por supuesto, su silencio frente al cuchillo no le sirvió para creerse mejor, para pecar de soberbia y juzgarse valiente. Nadie era valiente el día que los hijos de puta lo agarraban a uno, cuando más tranquilo podía encontrarse, y lo obligaban a pasearse como dentro de una Doncella de Hierro, de la isla al continente. La inocencia no estaba en cuestión, ni servía para nada.

Su futuro dependía de la frialdad de una lista, sus cartas habían sido marcadas por una mano que no era la propia, que no podría haberlo sido nunca.

En su inmovilidad insensible no se percató de que el aceite hirviente comenzaba a oler a los compañeros de infortunio que habían sido arrojados, antes que él, a su interior bullente. Algunos habían caído sobre los rosarios de burbujas enteros, otros a trozos.

Todos habían sido arrojados vivos allí.

Ni siquiera un estremecimiento mancilló el insensible estoicismo de su cuerpo cuando la mano volvió a agarrarlo, como a un objeto, y lo arrojó al caldero, sellando así su destino como el aceite sellaba sus poros.

Cuando la tumba oleaginosa completó su trabajo sobre su cuerpo vencido, se demostró una vez más que la indiferencia es lo que permite al mundo seguir girando. La mano que obedecía órdenes, aún, tuvo tiempo de acabar su tarea metódica sobre el resto variopinto de cautivos de pieles de mil colores, grandes y pequeños, secos y jugosos. Todos fueron a parar al caldero, cada uno a su tiempo.

Para el final se reservó el martirio del principal de los cautivos: el arroz. El tomate hacía un cuarto de hora, ya, que había emulsionado su alma en el caldo azafranado.

Después de diez minutos de reposo, una vez la tarea fatal fue llevada hasta las últimas consecuencias, la paella fue servida a los comensales.
 Conxa Boluda 2012 

El cuadro, original de Ana Rosa Alberca, procede de www.navedelarte.com

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