Comienzan con éste los relatos de la segunda actividad del curso. En este caso, los estudiantes (y el profesor) debían escribir un texto basándose en otro relato, pero cambiando la perspectiva. La enigmática Josella Playton nos ofrece una respuesta muy original y sorprendente.
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La puerta se abrió al
mismo tiempo que una luz difusa, desde alguna ubicación indeterminable,
encendió una cruda luminosidad blanca como el frío de su cautiverio. Una mano
que seguía órdenes lo agarró sin miramientos aunque sin violencia, asignándole
con ese gesto la pequeña importancia de la que aún gozaba.
Lo dejaron sobre una
superficie opaca, lavada con esmero hacía tan sólo algunas horas. Si hubiera
pegado un vistazo a su alrededor, que no lo hizo, podría haber advertido los
estragos de los que era capaz la mano indiferente de su captora, los horrores
de los cuchillos, del aceite hirviente, de la sal. Los despojos de sus
compañeros de cautividad lo rodeaban. Sólo la presencia humana alejaba las
bestias y los insectos.
El rojo de su interior
era tan rojo como su piel. El cuchillo ya se había cebado sobre su cuerpo. Pero
no había gritado, quizás como si supiera íntimamente que nadie pensaba en sus
gritos, ni los deseaba ni hubieran sido útiles ni a sí mismo, ni a su captora.
O, quizás, porque sencillamente no podría haberlo hecho.
No gritó, pero tampoco
reflexionó sobre ello. Por supuesto, su silencio frente al cuchillo no le
sirvió para creerse mejor, para pecar de soberbia y juzgarse valiente. Nadie
era valiente el día que los hijos de puta lo agarraban a uno, cuando más
tranquilo podía encontrarse, y lo obligaban a pasearse como dentro de una
Doncella de Hierro, de la isla al continente. La inocencia no estaba en
cuestión, ni servía para nada.
Su futuro dependía de la
frialdad de una lista, sus cartas habían sido marcadas por una mano que no era
la propia, que no podría haberlo sido nunca.
En su inmovilidad
insensible no se percató de que el aceite hirviente comenzaba a oler a los
compañeros de infortunio que habían sido arrojados, antes que él, a su interior
bullente. Algunos habían caído sobre los rosarios de burbujas enteros, otros a
trozos.
Todos habían sido
arrojados vivos allí.
Ni siquiera un
estremecimiento mancilló el insensible estoicismo de su cuerpo cuando la mano
volvió a agarrarlo, como a un objeto, y lo arrojó al caldero, sellando así su
destino como el aceite sellaba sus poros.
Cuando la tumba
oleaginosa completó su trabajo sobre su cuerpo vencido, se demostró una vez más
que la indiferencia es lo que permite al mundo seguir girando. La mano que
obedecía órdenes, aún, tuvo tiempo de acabar su tarea metódica sobre el resto
variopinto de cautivos de pieles de mil colores, grandes y pequeños, secos y
jugosos. Todos fueron a parar
al caldero, cada uno a su tiempo.
Para el final se reservó
el martirio del principal de los cautivos: el arroz. El tomate hacía un cuarto
de hora, ya, que había emulsionado su alma en el caldo azafranado.
Después de diez minutos
de reposo, una vez la tarea fatal fue llevada hasta las últimas consecuencias,
la paella fue servida a los comensales.
El cuadro, original de Ana Rosa Alberca, procede de www.navedelarte.com
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