viernes, 24 de abril de 2015

El absoluto aunque hermoso fracaso de Javi Rodríguez

En su relato al estilo del realismo mágico mi estudiante Saeeda Quansah, de la clase "Survey of Latin American Literature II, nos acerca al curioso pueblo de Rosasclaras y su envidiable pan.

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Nadie en el pueblo de Rosasclaras tenía muchas expectativas en el hijo de Ernesto Ricardo Rodríguez, el panadero más famoso del mundo. Javi Rodríguez no era muy inteligente ni listo. Caminaba como si llevara botas pesadísimas y raramente se peinaba el pelo. Tal vez lo que era más único sobre Javi Rodríguez fue que no hubo ninguna característica única sobre él. Era el hijo ordinario del hombre extraordinario: una realidad desafortunada. Sin talentos o habilidades útiles, Javi quedaba en el mundo como todos los elementos naturales. Como los árboles cumplían los propósitos de producir el aire por el mundo. Javi Rodríguez servía el propósito de no hacer absolutamente nada. Así, los árboles, las huertas de higo y Javi Rodríguez, se juntaron en la unidad pacifista. Mientras estaba sentado en la única silla afuera del edificio castaño titulado  Horno Rodríguez: “El pan más delicioso en el mundo,” Javi se encontraba muy muy aburrido.

Después de la muerte de Ernesto Rodríguez, Javi, por la herencia familiar, se convirtió en el dueño de la panadería: el oficio más poderoso del pueblo y posiblemente del mundo. Hasta ahora. El aire escapó de la boca de Javi. Miraba la calle. Las tres mujeres, tres clientes muy populares de la panadería, pasaban por delante de él y saludaron. No llamaron su atención.

Una arruga formo entre las cejas de la mujer más vieja. “¿De quién compramos el pan ahora? Javi no será Ernesto Ricardo nunca.”

La segunda mujer dio una vuelta y miro la cabeza de Javi, como él miraba a nada. “Esto, no lo sé,” susurro a las dos mujeres, “Javi no tiene el poder de hacer el pan. El pan. El pan.” Ella mojó los labios. Los ojos se transformaron en muy oscuros, como las nubes llenas de lluvia.
El pan de la familia Rodríguez fue la droga de Rosasclaras. Si comprabas el pan de Ernesto Ricardo cada día y lo compartías con tu amante, controlarías tu destino de amor, de familia, de todo.  Desde la muerte del panadero, las raciones del pan no podían rellenar.

Javi, como siempre, quedaba ignorante de los susurros del pueblo. Cuando el pueblo le preguntaba sobre el futuro de la panadería, creía que extrañaban los panes de su padre muerto. Un pan que Javi no preparaba nunca.  Todavía no había podido encontrar la receta del pan y no se lo había contado a nadie. Había algo en los ojos de los clientes que causó su silencio. Algo peligroso.
Por el final de la tarde, decidió que se cansaba de no hacer nada. Intentaría preparar el pan hoy. Entraría la panadería.

Todos los ingredientes debían de estar en la panadería.

Una capa fina de polvo había cubierto la panadería. Parecía la harina, pero el olor probó lo contrario. Con facilidad, Javi encontró la alimentación para preparar el pan. Medía la harina y la sal mientras cantaban las canciones de su niñez, las canciones que Ernesto Ricardo cantaba mientras horneaban el pan.

Detrás de la panadería, cerca del horno, Javi Rodríguez oyó el rugido de un león. El miedo se le formó en la frente en la forma de sudor. Miró a la puerta de la sala del horno antes de empujarla. Sintió el calor del horno. Abrió la puerta. Allí, vio la fogata.

Saeeda Quansah 2015


 La fotografía del pan de pueblo procede de www.elpanaderocasero.com

miércoles, 22 de abril de 2015

Las pastillas

En su sugerente cuento de ciencia ficción, Effie Smith, de mi clase Hispanic Women Writers en University of Virginia Hispanic Studies Program, nos presenta una aterradora distopía en que el tiempo de descanso ha sido casi totalmente eliminado, y los seres humanos se han convertido ya desde la escuela en esclavos obsesivos de la productividad.

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Su madre tocó la puerta tímidamente. Ella sabía que Valeria quería que nadie le interrumpiera jamás mientras que trabajaba. La escuela no permitía extensiones en los plazos de entrega y ella tuvo que terminar su tarea con el perro. Por alguna razón, nunca podía hacer que la cola del perro se meneara cuando estuviera feliz; sólo ladrara. Valeria lanzó un suspiro y giró en la silla giratoria y alcanzó la mano hacia el pomo. “Dime, mamá. ¿Qué quieres?”, le preguntó impacientemente.

Su mamá le contestó mientras empujaba un vaso de agua y una pastilla verde hacia su cara: “Es la hora de cenar”. Valeria suspiró otra vez y los agarró. Odiaba estas interrupciones. El descanso de comer no era bastante corto. La próxima vez los científicos, ella pensó, o quienquiera que creara los alimentos, necesitaba diseñar un parche alimentario que nunca tuviera que quitarse que emitiera lo necesario a las horas necesarias. El gran propósito de las primeras pastillas era de ahorrar tiempo, ¿no? Obviamente, los científicos necesitaban volver a pensar en el diseño de eso.



Valeria tomó la pastilla sin decir nada a su madre y devolvió el vaso medio lleno de agua. Volvió a su escritorio y ya pudo sentir el calor de la comida sintética llenándole el cuerpo. En unos minutos el estómago dejó de gruñir y ella podía concentrarse en la tarea. Agarró un destornillador y comenzó a desenroscar la placa del estómago del perro. Tal vez si ella pudiera conectar los cables azules y morados, el perro se callaría y empezaría a menear la cola. Ella trabajó toda la noche hasta que su madre entró otra vez con una pastilla rosada. “¿Has llegado a arreglarlo, cariño?”, le preguntó a Valeria mientras le plantaba un beso en la cabeza.

Valeria se negó y tomó la pastilla: “Pero tengo que entregarlo de todos modos”. Sintió el alimento llenando el estómago otra vez pero eso no le consoló. Recogió el perro y lo puso en el suelo. “Venga. Vamos a la escuela”, ella dijo al perro después de agarrar su mochila. El perro le contestó con un ladrido y la siguió afuera de la casa.

En la calle, Valeria y el perro pasaron por las fachadas de varias tiendas. Un banco, una mueblería,  una tienda de vitaminas y pastillas, un hospital, etc. Cuando llegaron a la escuela, Valeria recogió el perro en los brazos y lo trajo al aula donde se sentaban los otros estudiantes. Pasaron la mañana hablando de las técnicas de dar emociones a los robots y como se puede fabricar piel más natural para ellos. A la una hubo un descanso de quince minutos para tomar la pastilla morada de la comida y Valeria la tomó rápidamente. Nunca entendía porque los maestros nos daban más de cinco minutos cada día para tomar una pastilla. Tuvieron que hacer exámenes muy pronto para las solicitudes de la universidades. No quedaba tiempo para comer.

Valeria esperó en la silla ansiosamente para volver a comenzar la clase. Hoy tuvo que presentar su perro al maestro y se sintió enferma a causa de los nervios. Cuando pasó al frente de la clase y empezó su presentación el perro se negó a cooperar. Ella intentó muchas veces sobornar al perro con pastillas virtuales pero no tuvo éxito. Valeria se puso roja y podía sentir las lágrimas en los ojos. Había fracasado. Había pasado demasiado tiempo tomando pastillas y hablando con su madre. No entendía como ninguna persona lograba nada cuando tenía que perder el tiempo comiendo o socializándose. Quitar la cocción no había sido suficiente. La sociedad necesitaba quitar las pastillas y el desplazamiento también.

La presión de tener éxito era demasiada. Valeria tenía que dedicarse sólo a la tarea y nada más. Y lo haría.


Effie Smith 2015

La fotografía procede de 

lunes, 20 de abril de 2015

Microrrelatos IV

Una nueva entrega de microrrelatos escritos por mis estudiantes del Programa de la University of Virginia en Valencia en homenaje a Augusto Monterroso. Esta ha sido la cosecha de primavera de 2015...

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1
(Kendall Burgess)

El semáforo cambió a verde y ella se había ido

2
(Michael Ellis)

El mundo paró cuando él abrió los ojos


3
(Amanda Cole)

Soy la que reemplazó al ganso

4
(Lindsay Shafer)

Cuando el pájaro azul aterrizó, se sentía como un sueño


5
(Laura Laumann)

Cuando entró en la casa, dejó el hogar


6
(Theresa Stoecker)

Aunque el mundo no ha cambiado, su mundo fue totalmente diferente. Ella viajó y entonces nació de nuevo.

7
(Abby Dalla Santa)

Salí de casa, pero mi sonrisa se quedó atrás

8
(Saeeda Quansah)

La llorona entra en mi sala



La reproducción de "La calle entra en la casa", de Umberto Boccioni procede de http://www.reprodart.com/