viernes, 12 de octubre de 2012

Orgullo y prejuicio (un remake)

Hoy os presento a Jane Austen pasada por Blasco Ibáñez acabando en una barbacoa en Gilet. Empar Martí actualiza así el naturalismo. La brecha entre las clases sociales no hizo falta actualizarla porque, como el dinosaurio, todavía estaba allí.

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José María, (o Jose, que era como lo conocían en el barrio suburbial donde vivía) estaba a punto de cumplir veinticinco años. Era un chico corpulento (no en vano había estado ejercitando casi a diario sus bíceps y pectorales en el gimnasio), bastante alto y ambas características lo hacían sentirse bastante orgulloso de si mismo. Además, como buen valenciano, tenía los ojos marrones y grandes, y un pelo de color oscuro que siempre había llevado corto. Desde ya hacía bastante tiempo lucía una barba recortada que era el rasgo que le diferenciaba y que más personalidad le otorgaba.

Jose nunca había sido buen estudiante. Bueno, en realidad, nunca se tomó las clases demasiado en serio, había una gran falta de interés por su parte hacia todo lo que pudieran decir y repetir sus profesores. Aún así, acabó la ESO repitiendo curso una única vez, y, después de pasarse unos pocos meses en casa holgazaneando, buscó y encontró trabajo en la empresa de Iberdrola. Esto le posibilitó que, a sus veintidós años, gracias a sus ahorros y a una hipoteca pudiese instalarse en su propia casa, cerca de la parada de Florista, y en definitiva, cerca de donde vivían los suyos, es decir, su madre y sus amigos. Estos se llamaban Rafa, Christian y Juan (apodado el Negro, por ser bastante moreno de piel), tenían más o menos la misma edad y compartían gustos y aficiones. Solían divertirse por las tardes juntos, fumando porros si se trataba de una fecha especial, y yendo a discotecas los viernes o sábados por la noche.

Puesto que la mayoría se había independizado habían dejado de quedar en la calle para acudir a casa de alguno de ellos, allí hablaban de cualquier tema, jugaban a la Play, veían la tele, o escuchaban música, acompañados de algunas latas de cerveza. En definitiva, juntos estaban a gusto y lo pasaban siempre bien.

Dentro del grupo de amigos, Rafa era quizás el más retraído de todos, un chico callado, que siempre hablaba medio en susurros. Era bastante listo y sencillo, pero poco ambicioso y bastante vago. Era delgado y no muy alto, pero desde los veinte años contaba con una incipiente calvicie que, teniendo en cuenta su juventud, lo hacía a primera vista, parecer poco atractivo.  Tenía novia desde hacía algunos años, Laura, un poco mayor que él.  Era una chica que solía vestirse siempre con una talla menos de la que su cuerpo le pedía usar, llevaba el cabello teñido de un color rubio demasiado claro, poco natural, que, unido con sus finísimas cejas marrones, establecían un conjunto muy poco favorecedor. Sin embargo siempre se mostraba muy simpática y amigable con Jose, por lo que este disfrutaba mucho con su compañía.

Christian era el guapo del grupo, era joven, y le gustaba demasiado divertirse con las chicas como para elegir solo a una. Tenía una sonrisa todavía de niño, habitualmente enmarcada con una barba de pocos días, y, como había optado por llevar puestas sus gafas solo a la hora de conducir, tenía por costumbre entornar sus ojos miopes más de lo debido. Cuando se lo proponía podía ser extremadamente simpático y sociable, aunque eso no quitaba que fuera muy reservado. Además, era un chico muy leal con sus amigos, y, tal vez por eso fuera en quién más confiara Jose.

El Negro admitía orgulloso tener ascendencia gitana, y, sus compañeros lo respetaban y admiraban por ello. Era un tipo alto y extremadamente delgado, un flequillo liso y oscuro solía cubrirle la frente. Pese a contar con veinticinco años era barbilampiño y tenía una boca bastante grande cubierta por unos labios demasiado carnosos. Era muy hablador y dicharachero, sin duda alguna, el más gracioso de los cuatro. También tenía novia: Fany, una chica tímida comparada con él, pero muy valiente y segura de sí misma. Era una joven atractiva, con cabellos muy negros y ondulados, recogidos normalmente con una coleta alta, para así poder lucir su largo cuello y enseñar orgullosa, sus pendientes de aro dorados que el Negro le regaló en su primer aniversario de novios.

Los chicos se veían varias veces entre semana, comunicarse era fácil: mediante un whatsapp, o un mensaje en facebook  establecían la hora y el sitio en el que quedar y quién podía se unía. Las novias, normalmente no acudían a estos encuentros, pero sí que se sumaban cuando llegaban los fines de semana, sobre todo, si iban a bailar. Todos ellos eran buenos amigos: se apreciaban, se respetaban, y en los ataques de sinceridad, causados habitualmente por el alcohol, se prometían que harían cualquier cosa el uno por el otro.

Un viernes, destinado a ser un día de fiesta normal en la discoteca habitual, Jose la vio. Sonaba una canción comercial en inglés, tal vez la última de Rhianna, de Lady Gaga o de Katy Perry, Jose nunca se acordaba de quién cantaba cuál,  y la chica le llamó la atención por la manera qué tenía de bailar: movimientos sensuales y elegantes al mismo tiempo.

No podía apartar sus ojos de ella, y, por fin, consiguió el valor suficiente como para mirarla y sonreírle al mismo tiempo. Ella también le dedicó una sonrisa, inocente y pícara a la vez. Jose, alentado por sus amigos, que habían estado presenciando la escena, se acercó, y la chica, que parecía interesada en él, tuvo la consideración de alejarse un poco del círculo de amigas para que él no se sintiera abrumado o incómodo.

Conforme Jose se acercaba a ella percibía la dulzura y candidez de su rostro de no más de veinte años. Irradiaba una frescura contagiosa, y vestía camiseta de tirantes con generoso escote que le permitía insinuar unos senos pequeños pero firmes.  Jose echó un vistazo rápido a su cuerpo, fijándose en sus pantalones ceñidos, perfectamente acoplados a sus curvas, y en sus zapatos, que culminaban con unos tacones francamente altos. 

Jose volvió la su mirada a su rostro, era realmente atractiva; y ella, parecía saberlo. Torpemente se presentó, desde luego las discotecas no eran el lugar más idóneo para entablar conversación. Ella también le dijo su nombre: Marta.  Estuvieron bailando juntos un buen rato, ella no paraba de juguetear con su pelo: castaño, brillante y largo. Antes de despedirse, se intercambiaron los whatsapps, dejando abierta la posibilidad de volver a verse.

Durante los siguientes días, Jose estuvo pendiente del móvil a todas horas. Se escribían a diario, aunque solo fuera para desearse un buen día o una buena noche. Marta decía querer conocer a Jose un poco más, le recordaba, secretamente, a esos amigos con los que vivió momentos tan divertidos y ahora tan lejanos, en unas calles cada vez menos transitadas, de un pueblecito escondido entre las montañas de Teruel. El pueblo de antepasados, que sus abuelos se negaron a abandonar. El mismo pueblo que su madre pronto cambió por la ciudad, y que ahora, como buena nueva burguesa, aborrecía avergonzada.

Al final, Jose, siempre animado por sus amigos, tuvo el valor de proponerle quedar, y Marta aceptó. Se citaron en el Starbucks, un lugar al que Jose no solía ir, puesto que los precios eran desproporcionadamente caros comparados con las cantidades que servían, y eso siempre le había molestado bastante. Sin embargo, fue muy agradable encontrarse de nuevo con Marta. Estuvieron hablando mucho tiempo: ella le contó que tenía diecinueve años y estaba en segundo de carrera. Estudiaba administración y dirección de empresas en inglés en la Universidad de Valencia. Jose no pudo reprimir su asombro, ¿en inglés? Ella sonreía, restándole importancia, comentando  que no era tan difícil, que una vez visitabas el extranjero te dabas cuenta que aprendiendo no demasiadas palabras podías interactuar en la mayoría de situaciones. Ah, que has estado en el extranjero y todo... se le escapó a Jose. Claro, dijo Marta, ¿tú, no?

Jose ya sabía cómo funcionaba el sistema, con veinticinco años, quizás todavía no lo sabía todo, pero sí que conocía, de sobras, las reglas básicas del juego. Así que fue sincero con ella. Le explicó, sintiéndose interiormente un poco avergonzado e intimidado, aunque esto no lo reconocería nunca, cómo él había dejado los estudios después de obtener el título de graduado en ESO, había estado varios años trabajando en Iberdrola, se había comprado un piso (no le dijo dónde) y ahora estaba parado, buscando un nuevo oficio.

Marta se dio cuenta de que nunca antes había estado hablando tanto tiempo con un chico así. Ella vivía en la Gran Vía, había estudiado siempre en colegios privados y desde luego, no tenía ningún amigo íntimo que no estudiara en la universidad. Sin embargo Jose le gustó. Le pareció un chico humilde y sincero, que contaba, en definitiva, con unos atributos diferentes a los amigos de los que se había rodeado siempre. Así que cuando Jose le propuso llevarla a su casa para terminar de pasar bien la tarde, Marta, curiosa por saber qué tipo de piso tendría alguien como él, aceptó decidida.

Marta se encontró delante de una finca de múltiples bloques de un barrio de extrarradio, construida probablemente en los años sesenta. Jose vivía en el segundo piso, al que se podía acceder usando un ascensor que, sorprendentemente, no tendría más de tres años. El interior de la casa le gustó: los muebles, aunque bastante escasos, eran nuevos y modernos, no había cuadros colgando de las paredes ni fotos distribuidas por el salón-comedor: se notaba que vivía solo. La casa estaba decorada con muy buen gusto, esto sorprendió gratamente a Marta, y, aunque sobria, contaba con todo lo necesario. Además, al contrario que la habitación de Marta, todo estaba limpio y muy ordenado. 

Pasaron varias semanas, y Jose y Marta se encontraban dos veces por semana, casi siempre en casa de él.  No había compromiso alguno por ninguna de las dos partes, pero Jose poco a poco se estaba enamorando de Marta. Marta lo notaba y se dejaba querer. Él era un buen chico, la trataba como una reina, sin duda mejor que todos los ex juntos: cocinaba para ella (¡y Marta que nunca había puesto los pies en una cocina!), siempre tenía el coche disponible para llevarla donde fuera, y nunca le decía que no a ninguna de sus propuestas o caprichos.

Marta estaba indecisa, no sabía qué hacer. Ese chico era especial, sin duda diferente al resto, y eso le gustaba y le atemorizaba a la vez. Ella, que tenía todas las papeletas para triunfar en la vida, ¿realmente quería dificultar su ascensión con un novio que nunca ganaría más de mil euros?

Sus amigas, que con el mismo corte de pelo e idéntico estilo a la hora de vestir, parecían un conjunto de copias donde no se sabía quién era la original, si es que alguna vez la hubo,  no dudaban en expresarle su opinión: tía, te has vuelto loca. Ella no podía evitar reír cada vez que le repetían esa frase. Aunque comentarios como Déjalo ya porque si no vas a hacerle daño, le perforaban algo, en su interior.

Su hermana, cómplice a regañadientes de esta circunstancia, le comentaba que no se preocupara por lo que le dijeran sus amigas,  total, el chico ya es mayorcito y seguro no será tan tonto de pensar que vas a estar mucho tiempo entreteniéndote con él.

Marta, se enrabiaba al escuchar estas opiniones, que no cesaban porque en realidad, ella nunca contestaba con la suficiente claridad o contundencia como para acallarlas. Además, una vocecita interior, le advertía de la poca gracia que les haría a sus padres enterarse de que ella tonteaba con un chico como Jose.  Aunque, por otra parte, sus padres tampoco tenían por qué enterarse, al menos, de momento. Y cuando se enteraran, ya buscaría qué hacer para camuflarlo todo. 

En cuanto a sus amigas, como veían que había transcurrido bastante tiempo y que Marta seguía apreciando al chaval, decidieron hacerse las modernas e intentar ver la situación como algo normal, y dejaron de criticar a Jose, al menos en presencia de Marta.  Aunque, a veces, alguna de ellas no podía evitar preguntar, ¿bueno, con Jose qué, todavía estáis juntos?

Así pasaron pocos meses. Jose, aunque intentó controlarse todo lo que pudo, acabó enamorado de ella. Marta no sabía qué sentía por él exactamente, pero sí que es verdad que, cuándo estaban juntos, estaba muy a gusto. Todo iba bastante bien entre ellos, hasta que Guille volvió de Nueva York.

Guille era el eterno enamorado de Marta. No era especialmente guapo: llevaba el pelo demasiado corto, dejando totalmente al descubierto una cara demasiado redonda y poco favorecedora, además, tenía un poco de sobrepeso. Sin embargo, era muy inteligente, había conseguido obtener la máxima nota de entre todos los de su promoción, procedía de una familia bastante bien acomodada y ahora volvía de hacer un máster en una prestigiosa universidad muy cercana a la ciudad de Nueva York.

En cuanto Marta se enteró de que Guille estaba de vuelta, le entraron ganas de verle y de que le contara su viaje. Jose, no se mostraba demasiado entusiasta con el regreso de ese chico, y Marta lo sabía. Sin embargo, ella no se iba a quedar sin ver a su amigo, por ello, planeó una fiesta de bienvenida con mucha gente, así estarían todos juntos, Jose se divertiría, y ella, seguro que encontraba un momento para hablar con Guille.

Jose, aunque tenso e inseguro aceptó ir a la fiesta, ya que tampoco tenía elección. Sabía como era Marta, y aunque no conocía a sus amigos, intuía que todavía serían más pijos que ella, así que se arregló todo lo que pudo. Su gran amigo Christian le prestó su única camiseta de marca, que puesta, además, le marcaba los músculos, y, después de vaciarse medio bote de gomina, y terminar de arreglarse, estaba realmente guapo. 

La fiesta era en Gilet, en el chalé de uno de los amigos que Marta y Guille tenían en común. Jose recogería a Marta, e irían los dos solos en el coche. Aunque era un poco complicado de llegar para alguien que no hubiera estado nunca, y Marta no era muy buena copilota, lograron encontrar el sitio, gracias a Jose y su muy desarrollado sentido de la orientación. 

El chalé no estaba nada mal,  el terreno era grande y estaba muy bien cuidado. Contaba con una piscina, y estaba rodeado de campos de naranjos. Jose se imaginó que para su cuidado tendrían contratados a un par de inmigrantes como mínimo, ya que una familia así no iba a poner sus manos al cultivo de la tierra, y eso le pareció bastante patético.  

Los primeros momentos fueron sorprendentemente agradables para Jose: Marta no se separaba de su lado, y él, en cierto sentido, causaba admiración: era alto, mayor que ellos, y musculoso. Además, era diferente, esto todos lo sabían, y por ello, curiosos por lo que pudiera decir o por cómo lo pudiera expresar, todos entablaban conversación con él. 

Tal y como Jose temía, en cuanto Marta vio a Guille, fue rápidamente a su encuentro. Por supuesto, Marta los presentó, pero Jose tuvo que soportar como Guille, el feo de Guille, lo miraba todo el tiempo con un aire de superioridad que no se esforzaba en disimular.

A partir de este momento,  Jose empezó a pasarlo francamente mal. Marta quería aprovechar que Guille estaba de vuelta para practicar su inglés, ¿cómo? pensaba Jose, ¿aquí y ahora? El pobre Jose, resignado y enfurecido,  intentó ganar tiempo conversando con los amigos de Marta. Pero estos, al ver que ella no se estaba presente, encontraron muy divertido intentar dejarlo en evidencia preguntándole cómo se ganaba la vida y qué había estudiado.

José, con sonrisas nerviosas contestaba a todo con sinceridad, intentando no perder su orgullo, y mientras buscaba con la mirada a Marta, que desentendida del todo, no dejaba de ofrecer a Guille muestras de cariño. Los amigos de Marta y Guille, consideraron divertido jugar con Jose, usando en todos los temas de conversación palabras como créditos, TFM ¿TFM? ¿qué diantres sería eso? pensaba Jose, tutorías, máster… 

En pocos momentos, la angustia de Jose, contrastaba con la alegría de Marta, ella parecía pasarlo estupendamente bien. Jose no pudo soportar mucho más la situación, así que, se acercó a ella y le pidió que se fueran. Marta, todavía no deseaba irse, y Guille, jugando todas sus cartas a una sola baza, le rogó delante de todos que se esperara un momento, que le había comprado una cosa muy especial en Nueva York, y que, en vista de que se iba, quería dársela.

Marta, con falsa modestia y asombro, le comentó que no hacía falta, que no era necesario. Pero cuando lo abrió se quedó atónita: era un colgante de Tiffany’s. Un colgante muy caro de Tiffany’s. ¡De Tiffany’s! Del Tiffany’s de Audrey, de su querida Audrey. Dio un inmenso abrazo a Guille, mientras todos, soltaban expresiones de asombro, de alegría, y de disimulados celos.

El pobre Jose, nunca se había sentido tan humillado, y no sabía qué cara poner. Aunque en realidad, daba lo mismo, porque nadie lo miraba. Probablemente ni la propia Marta se acordaba de que él seguía allí. Se fue. Eso era más de lo que podía soportar. Durante un momento se planteó volver y golpear a Guille, lo habría tumbado seguro, pero desestimó la idea. Había ido allí como un caballero y como tal, abandonaría el lugar. Con mucha más educación y respeto del que ellos, pijos desalmados, habían mostrado hacia él.
Empar Martí 2012

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