Mara Cabello nos ofrece su particular versión de un cuento tradicional. Simplemente cambiando la tercera persona por la primera, se obtienen nuevos matices insospechados.
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Escuché
un crujido estremecedor sobre mi cabeza. Mi pequeño cuerpo, arremolinado y
encogido se había despertado súbitamente. Mi cuello se estiró impulsando mi
cabeza a lo más alto. De nuevo aquel sonido ensordecedor golpeó mis oídos.
Quise abrir los ojos pero una luz muy intensa me obligaba a cerrarlos de nuevo.
Estiré mis extremidades entumecidas y traté de proteger mi rostro del calor del
sol. La oscuridad en la que había permanecido tanto tiempo me impedía adaptarme
a mi nuevo entorno. Más ruidos. Voces extrañas. Percibí una enorme agitación y
movimientos inquietos a mi alrededor. Sentí la tentación de volver a mi
escondite, a aquel cobijo cálido, pero se había hecho añicos, ya no era posible.
Parpadeé una y otra vez, hasta que finalmente pude mantener mi mirada fija en
un punto. Me sentía aterrorizado, no sabía dónde estaba ni quiénes eran
aquellos que me observaban con tanto detenimiento. Podía sentir sus enormes
ojos clavados en mí. Parecían sorprendidos. Eran cuatro criaturas de una
estatura similar a la mía.
Sentí
como uno de los más pequeños me observaba con temor. Entonces, se acercó a mí
una figura maternal, idénticos sus rasgos a los de aquellos diminutos seres
pero de un tamaño mucho mayor y de expresión magnánima. Me transmitía una ternura
indescriptible y su mirada me serenó. Se aproximó a mí muy despacio, intuyendo
mi horror, y me rodeó suavemente. Por un momento sentí que había vuelto a ese
lugar oscuro, pero acogedor, donde había permanecido tanto tiempo.
Cuando
mi cuerpo se vio liberado sentí la necesidad de echar a correr, agitarme y
gritar como instantes antes habían hecho las demás crías. Dejar que mis sentidos
estallaran. Me sentí torpe. Perdía el equilibrio cada vez que aceleraba el
paso, aunque cinco minutos más tarde caminaba con tanta destreza como los demás.
Era divertido tener con quien jugar, aunque por alguna razón que desconocía
percibía una actitud diferente con respecto a mí. “¿Estaré haciendo algo mal?”.
Nos perseguíamos unos a otros dando saltos, unos más hábilmente que otros.
La
que llamaban “mamá”, nos indicó que la siguiéramos. Sin duda, aquella actividad
frenética y agotadora bien se merecía una zambullida agradable. Ninguno de los
cinco protestamos. Sabía que algo iba mal, intuía que, aunque se esforzaran, me
trataban diferente. Como si de un ejército disciplinado y jovial se tratara
avanzamos por la fresca hierba en una perfecta hilera que yo cerraba con mi
paso enérgico y orgulloso. “Mamá” se adentró en las cristalinas aguas del lago
y nosotros seguimos su ejemplo.
Con
perfecta armonía nadábamos entre juncos, recorriendo un camino que quedaba
dibujado a nuestro paso para desaparecer segundos más tarde. Entonces me detuve
a contemplar aquel paisaje primaveral y florido, mientras los demás se sumergían
buscando traviesos peces.
Mi
mirada se detuvo en aquellas aguas claras. Observé una imagen desconocida
reflejada en ellas. Aquella extraña figura me seguía allá donde fuera. Un calor
sofocante recorrió mi pequeño cuerpo. Levanté mi extremidad derecha cubierta de
aquel plumaje, que observaba por primera vez. Lo mismo hice con la izquierda.
Mi boca era sin duda más larga que la de los otros, que tenían de picos más
redondos y cortos; mi cabeza, mucho mayor y desproporcionada en relación al
cuerpo; las cuencas de mis ojos más oscuras; y mis patas diminutas remaban
incansables con gráciles movimientos.
En
aquel instante descubrí porqué todos me habían mirado sorprendidos y asustados
cuando llegué a este mundo. Era algo insólito en medio de aquel clima armonioso,
donde todos eran iguales. Logré integrarme en aquella rutina, pues podía
realizar cualquier cosa que me propusieran sin dificultad.
Sin
embargo, no me sentía feliz. Admiraba su belleza de de la cual yo carecía, y en
silencio me lamentaba de mi singular aspecto. La situación empeoró cuando empezaron
a comportarse cruelmente conmigo, ignorándome, marchándose sin avisar y
aludiendo a mi aspecto: “¡Qué feo eres!”, me gritaba uno mientras los demás se
reían y regodeaban.
Así
pues, una noche, mientras dormían plácidamente, decidí desaparecer y alejarme de ellos.
Estuve
vagando por parajes inquietantes, pasé frío, miedo y hambre. Sobre todo,
añoraba el calor de aquella madre, que, aunque yo no fuera su hijo, me había
aceptado y cuidado como a uno más.
Me
lamentaba por mi soledad, veía a otros animales que convivían dichosos en familia,
y me sentía cada vez más solo y afligido. <<Tal vez, me precipité
abandonándoles. Ahora, probablemente moriré congelado, hambriento y
solo>>.
En
estos pensamientos estaba cuando dos niños me encontraron, escondido entre
plantas admirando las preciosas aves que se alejaban sobrevolando por el cielo en
busca de tierras más cálidas durante el crudo invierno.
Mi
pequeño y débil cuerpo agradeció el calor de aquel hogar. Los estornudos
remitieron gracias al fuego de la chimenea que calentaba aquel espacio.
Eran
dos hermanos, un niño y una niña, quienes con cariño y emocionados jugaban cada
día conmigo. En ocasiones me lanzaban al aire o me dejaban en lo alto de un
armario y me animaban a saltar y volar. Aunque a veces me hacían daño, sin
querer, me sentía feliz y agradecido. Nadie me gritaba que era feo.
Llegó
de nuevo la primavera, y salimos a jugar al prado junto al lago.
Recordé
aquella época en la que viví con los otros patos que me insultaban.
Un
día, estaba contemplando como unos cisnes hermosos nadaban elegantemente. Sentí
una enorme envidia. Seguro que ellos nunca habían sufrido ningún acoso por su
aspecto. ¡Eran tan espléndidos y radiantes!
Me
acerqué a la orilla para observarlos mejor, y, de repente, observé cómo una imagen
desconocida que se reflejaba en aquellas aguas me miraba con gesto sorprendido.
¿Era una alucinación? Contemplé la preciosa figura de un cisne blanco, de elegantes
plumas, cuello esbelto y con un donaire apuesto y gallardo aparecía en el
reflejo de las aguas límpidas. ¡Era yo!
¡Me
había convertido en una de las más agraciadas criaturas de la naturaleza!
Los
demás cisnes, admirados, por mi porte, me acogieron con afecto y entusiasmo.
Nunca,
nadie más, volvió a llamarme feo.
Mara Cabello 2012
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