El cuarto ejercicio de nuestro taller consistía en escribir un cuento fantástico. Este, obra de Josella Playton, es el primero de ellos.
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—¿Vos sabés lo que pasó acá?
El Moreno impone su decadencia sobre el
terreno; el peso de sus tres plantas, de los subsuelos, de los mármoles y
bronces, las escaleras y los ascensores, es una sumatoria compacta, de esas que
parece que pueden cambiar la curvatura de la tierra. El polvo y los escombros
se acumulan por toneladas en las aulas y recintos abandonados de los últimos
subsuelos.
—La puerta no se puede abrir, casi. Está
trabada por la mierda que hay al otro lado.
La oficina de la directora es una estancia
verdaderamente acogedora. Cuando el invierno demuestra hasta dónde llega su
indiferencia, la directora disfruta de una climatización por demás agradable. Y
de olor a té recién servido. El despacho de los preceptores, que está a pocos
metros y da al mismo pasillo, huele a plástico recalentado, a tinta de
fotocopiadora y a sordidez.
—Loco, qué viento, ¿de dónde viene?
—Están las ventanas rotas.
El primer y el segundo piso lo ocupa el
profesorado; sus alumnos no se parecen en nada a los chicos de doce y dieciocho
años que se amontonan en las aulas de la planta baja, y que sólo suben cuando
se hartan de la pésima calidad de la comida y la bebida vendidas en la
cafetería exclusiva para ellos. Ahí arriba se respira, casi, un ambiente
universitario. Es el limbo de los estudios terciarios.
—Acá hay mierda seca, mirá boludo.
—Es de hace mil, ya no tiene baranda.
Cuando se sale del Moreno se pueden comprar
alfajores, sánguches y esas cosas a un tipo delgado, de edad hermética, que
alguna vez aseguró que lo mencionaban a él y a su trabajo en un tango. Nada
sorprendente, por otra parte, en una ciudad donde cualquier personaje muy o
poco histriónico, siempre, acaba mereciendo la atención de algún compositor, de
algún dibujante de viñetas, de algún periodista.
—A mí me parecen todos cuentos, viste.
—Te digo que sí.
Los espacios inútiles se multiplican en el
colegio, en todas sus plantas y subsuelos. Sin embargo, los patios acogen aulas
prefabricadas en sus esquinas: espacios siniestros, imposibles de limpiar a
fondo, de airear o de calefaccionar. Las autoridades, con mucho tino, habían
reservado las peceras del patio a los grupos que se formaban con la escoria
repetidora; después, con mucho más tino todavía, revirtieron la decisión: las
paredes de ladrillo hueco, los marcos de aluminio ultra delgado no soportaban
el ataque del metódico rencor de los repetidores.
—Fijate, loco, la cantidad de aulas vacías,
los despachos. Hay dos subsuelos así.
Por el Moreno pasaron ideólogos, ejecutores
y víctimas de la última dictadura.
—¿Dónde decís que está la piscina olímpica?
—Y yo qué se. Está acá por los subsuelos. Lo
que pasa es que hay puertas con candados.
Los planos se perdieron hace mucho. No se
conservan copias ni en el Ministerio de Educación de la Nación Argentina,
organismo del cual dependía el colegio al momento de su fundación, ni en la
Dirección de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, de la cual depende en la
actualidad. Quizás alguno de los múltiples cambios de nombre que sufrió el
colegio a lo largo de tantas décadas había sido suficiente para borrar,
incluso, las entrañas de su identidad.
—Tiene que estar acá, se nota que hay mucho
espacio del otro lado.
—No hace falta cortar el candado; mirá la
puerta: las bisagras están echas pomada.
El recinto de la piscina olímpica se
encuentra en el último subsuelo, un alarde de ingeniería como cualquier otro en
épocas en las que los edificios públicos se revestían de mármol de Carrara y el
precio de las arañas que pendían de sus altos techos internos superaba el coste
total de las viviendas de la mayoría de sus visitantes diarios.
La piscina olímpica ya no está disponible,
hace décadas que fue rellenada completamente con una mezcla de basura y de
cemento. Por sobre la superficie grisásea y marrón del cemento fraguado en la
oscuridad, el agua de las filtraciones y de la humedad que no puede escaparse
forma una película de varios centímetros.
—¿No tenés cagazo, chabón?
El recinto es imposible de iluminar con
fósforos. Apenas sí pueden ver y comprobar que sus pisadas sobre el polvo
rompen una virginidad fuera del tiempo. Los subsuelos son las entrañas que ya
no respiran en los edificios.
—¿Escuchaste hablar de los guerrilleros
muertos?
—¿Qué decís?
—Vos sabés que tomaron el edificio, ¿no?
Entraron y los hicieron concha. Los tiraron dentro de la piscina y después la
rellenaron con cemento.
Ya ni siquiera hay telarañas colgando de los
techos, en las esquinas descascaradas donde las paredes forman triángulos
ciegos. No hay ruido de cucarachas o de roedores; el aire huele a humedad sin descomposición.
—Pero qué hijos de puta, ¿por qué no sacaron
los cuerpos y listo?
—Yo qué sé, no querrían que los encontraran.
Afuera, el cielo es celeste, lavado por el
sol. La luz destiñe los carteles publicitarios, cuartea los toldos de los
negocios. El recinto de la piscina absorbe la luz de los fósforos de forma
intestinal.
—Vos viste cuando Jesús caminó sobre las
aguas, ¿no?
—Sos re listo, vos.
El cemento de la piscina no está dispuesto a
tolerar que lo pisoteen y se rían de él. El peso de los años, el horror, el
olvido, la muerte, son cosas que el cemento soporta con estoica insensibilidad:
forman parte de su esencia, ya. Pero no que caminen sobre él y que suenen las
carcajadas.
Con la paciencia de una trampa para
insectos, la piscina se traga un adolescente mientras el otro, su compañero,
observa todo sin poder gritar, respirar o pensar.
Josella Playton 2012
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