viernes, 2 de noviembre de 2012

Caminar sobre las aguas

El cuarto ejercicio de nuestro taller consistía en escribir un cuento fantástico. Este, obra de Josella Playton, es el primero de ellos.

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—¿Vos sabés lo que pasó acá?

El Moreno impone su decadencia sobre el terreno; el peso de sus tres plantas, de los subsuelos, de los mármoles y bronces, las escaleras y los ascensores, es una sumatoria compacta, de esas que parece que pueden cambiar la curvatura de la tierra. El polvo y los escombros se acumulan por toneladas en las aulas y recintos abandonados de los últimos subsuelos.

—La puerta no se puede abrir, casi. Está trabada por la mierda que hay al otro lado.

La oficina de la directora es una estancia verdaderamente acogedora. Cuando el invierno demuestra hasta dónde llega su indiferencia, la directora disfruta de una climatización por demás agradable. Y de olor a té recién servido. El despacho de los preceptores, que está a pocos metros y da al mismo pasillo, huele a plástico recalentado, a tinta de fotocopiadora y a sordidez.

—Loco, qué viento, ¿de dónde viene?

—Están las ventanas rotas.

El primer y el segundo piso lo ocupa el profesorado; sus alumnos no se parecen en nada a los chicos de doce y dieciocho años que se amontonan en las aulas de la planta baja, y que sólo suben cuando se hartan de la pésima calidad de la comida y la bebida vendidas en la cafetería exclusiva para ellos. Ahí arriba se respira, casi, un ambiente universitario. Es el limbo de los estudios terciarios.

—Acá hay mierda seca, mirá boludo.

—Es de hace mil, ya no tiene baranda.

Cuando se sale del Moreno se pueden comprar alfajores, sánguches y esas cosas a un tipo delgado, de edad hermética, que alguna vez aseguró que lo mencionaban a él y a su trabajo en un tango. Nada sorprendente, por otra parte, en una ciudad donde cualquier personaje muy o poco histriónico, siempre, acaba mereciendo la atención de algún compositor, de algún dibujante de viñetas, de algún periodista.

—A mí me parecen todos cuentos, viste.

—Te digo que sí.

Los espacios inútiles se multiplican en el colegio, en todas sus plantas y subsuelos. Sin embargo, los patios acogen aulas prefabricadas en sus esquinas: espacios siniestros, imposibles de limpiar a fondo, de airear o de calefaccionar. Las autoridades, con mucho tino, habían reservado las peceras del patio a los grupos que se formaban con la escoria repetidora; después, con mucho más tino todavía, revirtieron la decisión: las paredes de ladrillo hueco, los marcos de aluminio ultra delgado no soportaban el ataque del metódico rencor de los repetidores.

—Fijate, loco, la cantidad de aulas vacías, los despachos. Hay dos subsuelos así.

Por el Moreno pasaron ideólogos, ejecutores y víctimas de la última dictadura.

—¿Dónde decís que está la piscina olímpica?

—Y yo qué se. Está acá por los subsuelos. Lo que pasa es que hay puertas con candados.

Los planos se perdieron hace mucho. No se conservan copias ni en el Ministerio de Educación de la Nación Argentina, organismo del cual dependía el colegio al momento de su fundación, ni en la Dirección de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, de la cual depende en la actualidad. Quizás alguno de los múltiples cambios de nombre que sufrió el colegio a lo largo de tantas décadas había sido suficiente para borrar, incluso, las entrañas de su identidad.

—Tiene que estar acá, se nota que hay mucho espacio del otro lado.

—No hace falta cortar el candado; mirá la puerta: las bisagras están echas pomada.

El recinto de la piscina olímpica se encuentra en el último subsuelo, un alarde de ingeniería como cualquier otro en épocas en las que los edificios públicos se revestían de mármol de Carrara y el precio de las arañas que pendían de sus altos techos internos superaba el coste total de las viviendas de la mayoría de sus visitantes diarios.

La piscina olímpica ya no está disponible, hace décadas que fue rellenada completamente con una mezcla de basura y de cemento. Por sobre la superficie grisásea y marrón del cemento fraguado en la oscuridad, el agua de las filtraciones y de la humedad que no puede escaparse forma una película de varios centímetros.

—¿No tenés cagazo, chabón?

El recinto es imposible de iluminar con fósforos. Apenas sí pueden ver y comprobar que sus pisadas sobre el polvo rompen una virginidad fuera del tiempo. Los subsuelos son las entrañas que ya no respiran en los edificios.

—¿Escuchaste hablar de los guerrilleros muertos?

—¿Qué decís?

—Vos sabés que tomaron el edificio, ¿no? Entraron y los hicieron concha. Los tiraron dentro de la piscina y después la rellenaron con cemento.

Ya ni siquiera hay telarañas colgando de los techos, en las esquinas descascaradas donde las paredes forman triángulos ciegos. No hay ruido de cucarachas o de roedores; el aire huele a humedad sin descomposición.

—Pero qué hijos de puta, ¿por qué no sacaron los cuerpos y listo?

—Yo qué sé, no querrían que los encontraran.

Afuera, el cielo es celeste, lavado por el sol. La luz destiñe los carteles publicitarios, cuartea los toldos de los negocios. El recinto de la piscina absorbe la luz de los fósforos de forma intestinal.

—Vos viste cuando Jesús caminó sobre las aguas, ¿no?

—Sos re listo, vos.

El cemento de la piscina no está dispuesto a tolerar que lo pisoteen y se rían de él. El peso de los años, el horror, el olvido, la muerte, son cosas que el cemento soporta con estoica insensibilidad: forman parte de su esencia, ya. Pero no que caminen sobre él y que suenen las carcajadas.

Con la paciencia de una trampa para insectos, la piscina se traga un adolescente mientras el otro, su compañero, observa todo sin poder gritar, respirar o pensar.
Josella Playton 2012

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