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Otra vez delante del ordenador, escribiendo
de nuevo, en una mesa sepultada por papeles y libros. Ella está plenamente
convencida de que se enfrenta a uno de los años más estresantes de su vida. No
puede evitar ser tan exagerada.
Esta noche dejará
aparcado el trabajo, el gran trabajo
que lleva preocupándola, agotándola, durante tanto tiempo, y comenzará a escribir
un cuento. Lee en sus apuntes las instrucciones. Son claras y breves. Demasiado:
debéis escribir un cuento que contenga
aspectos fantásticos, para, a ser posible, desembocar en el terror. Ella,
un día más, no tiene ni idea de lo que va a escribir. Tal vez, lo más sencillo
sea una nueva versión, poco original, de Alicia en el País de las Maravillas.
El cuento debe entregarlo mañana. Estúpida manía de dejarse las cosas para el
último momento. Allá va…
No está del todo
terminado, pero ya ha conformado el argumento. Mañana se levantará temprano, no
mucho, e irá retocando el borrador hasta que sea hora de ir a clase. Una vez lo
entregue, proseguirá con el otro trabajo. Ostras,
el trabajo. Quería añadir una idea que había estado trazando mientras
volvía a casa en el metro, mejor hacerlo ahora y así seguro que no se le
olvida. Abre el archivo: Trabajo final de
máster, ni siquiera ha sido original a la hora de ponerle un título. Va a
la última página. Incrédula y perpleja exclama ¡¡Pero si faltan cuatro hojas!! ¡Había 45 y ahora solo hay 41! ¡No
puede ser! ¡Es que había 45 seguro! El tercer apartado estaba completo. ¡Joder.
Seguro que estaba completo!
Sabe
que ha abierto el archivo correcto, tal vez no llegó a guardar los últimos
cambios que hizo. Mierda. Con todo su
mal humor y desgana rehace dos páginas. Cierra el documento, y, cuando se
dispone a salir definitivamente de su ahora odiado Microsoft Word, descubre como dos páginas de su cuento también han
desaparecido.
El enfado y la
rabia han dado paso a la angustia, a nudos en la garganta y en el estómago, a
gritos reprimidos. Estúpida máquina.
Es tarde, pero le da igual que el ruido de la impresora despierte a los demás
ocupantes de la casa. Imprime los dos archivos: el puto trabajo y el maldito
cuento. Se sienta en la cama, coge un boli, y vuelve a retomar la
descripción del Gato de Cheshire. Asombrada, aterrada, descubre como por cada
línea que escribe de su cuento se evapora una de su trabajo. No puede ser. No puede ser. No puede ser.
Sigue escribiendo, cada vez escribe más rápido, frases incontroladas casi sin
sentido, intentado burlar a aquello que provoca que se borre todo lo que
redacta. No lo consigue. ¡¡Se está borrando todo. Se está puto
borrando todo!! Le entra un ataque de pánico. Debe terminar el cuento,
¡tiene que entregarlo mañana!, pero no está dispuesta a sacrificar el gran trabajo por un puñetero cuento. No sabe qué hacer. Inútilmente vuelve a escribir,
esta vez muy despacio, dos líneas. Las mismas que de nuevo, van desapareciendo
del otro folio. Empieza a dar vueltas por su habitación. Nerviosa, asustada,
aterrada. ¿Qué voy a hacer ahora? Ni
siquiera le salen las lágrimas. Y, cuando cree que su propia tensión la va a
hacer estallar en pedazos se descubre a sí misma lanzando una risa nerviosa,
que va creciendo de intensidad hasta que rompe en carcajadas.
Se ríe, se ríe a gusto, con ganas, como hace
ya tiempo que no lo hacía. Se ríe del trabajo, del angustioso trabajo que
perdió todo su sentido en el mismo momento en el que terminaron las clases y
llegó el verano. Se ríe de su cuento, que bien podría estar escrito por un niño
de doce años. Se ríe de todas las pruebas, exámenes, trabajos que ha tenido que
superar. Se ríe del mundo, y, sobre todo, se ríe de ella misma.
Lanza los folios,
alejándolos todo lo posible de ella y de su cama. Se acuesta, esta noche quiere descansar. Ha decidido que
mañana irá a zambullirse a la piscina.
Sobre el trabajo y
el cuento, qué más da. Sabe que tarde o temprano, como pasa siempre, como les
pasa a todos, terminará aprobando. En definitiva, no conoce a nadie, que, al
final, no haya conseguido pasar el curso.
Empar Martí 2012
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