lunes, 5 de noviembre de 2012

La soledad no es simplemente el vacío

Un relato fantástico de Jesús Peris Llorca. O no. En realidad es un relato que se desea fantástico.

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“El aire está tan quieto que podría adivinar
a un fantasma acercarse por detrás.
¿Por qué no pasas a través de mí
y sin pensarlo te quedas a vivir?”
La Buena Vida: “No te he visto nunca”.

La soledad no es simplemente el vacío. Es decir, entendedme bien, la soledad no consiste solamente en estar solo. No es un concepto absoluto. Yo creo que la soledad absoluta, si fuera posible, sería perfectamente soportable. Pero no puede ser. La soledad absoluta sería la de alguien que siempre ha estado solo, y que no espera dejarlo de estar jamás.

Pero una soledad así es imposible. Ese equilibrio perfecto vuelto sobre uno mismo. La verdadera soledad es siempre la falta de alguien. De alguien concreto. Entendedme. Alguien que estuvo y nos dejó, y desapareció de nuestra vida. O de la posibilidad de que exista en algún lugar ese alguien que responde a esta demanda. Porque entonces la soledad es vivir junto a los huecos de personas que no están, que estuvieron, que se desea que estén, que no existen, que se desea que existan.

En mi caso, por ejemplo, la soledad es la falta de Ángela. La soledad es llegar a casa por las noches, y no que la casa está vacía. Eso podría ser agradable. Lo era antes, cuando, por lo que fuera, ella tenía que marcharse de viaje, o se iba a casa de su hermana, siempre en crisis, para hacerle compañía. Diseñaba planes propios para esos días de soledad. Películas en la televisión. De horror, que a ella no le gustaban. Lectura con copa de vino. O llamaba a esos amigos que hace tiempo que no ves, y que nunca encuentras el momento de llamar. No, aquello no era la soledad tampoco. Era un paréntesis de la compañía.

Soledad es llegar a casa y que no esté Ángela. Que no esté y que no vaya a llegar. Soledad es que hace mucho tiempo que desaparecieron las marcas de que alguna vez habitó esta casa. Hace mucho tiempo que no huele a tabaco, por ejemplo. Recuerdo que entonces me molestaba un poco que siempre estuviera fumando. Cuántas veces le dije que fumaba demasiado. O que al menos se saliera al balcón, que luego la casa olía a humo. Y, sin embargo, un día noté, lacerante, doloroso, el vacío de ese olor. Y descubrí que su ausencia era mucho más punzante, mucho más acre, que su presencia pasada. Hace ahora apenas una semana que me decidí a tirar, a regalar, sus ropas. Las ropas que llevaba cuando estaba viva. Me costó hacerlo, porque pensaba que olían a ella. Hasta que me di cuenta que en realidad olían a la marca de detergente que a ella le gustaba. Y entonces me deshice de todo. Porque me da mucho miedo no poder volver a recordar a qué olía en realidad.

Quedan, claro, objetos suyos. Fotos suyas. Restos del naufragio. Pero no consiguen convocar su presencia, sino tan solo subrayar su vacío.

En eso, entonces, consiste la soledad. O más exactamente, mi soledad.

Por eso, creo que tardé en darme cuenta de que algo estaba sucediendo. Aun ahora, tengo dudas de que esté sucediendo en realidad. Yo siempre he tenido mucho de despistado. Ángela me lo decía siempre. Y le hacía mucha gracia. Por eso, al principio, el hecho de no encontrar mi cepillo de dientes, por ejemplo, y que finalmente apareciera en la nevera, o de que el libro de lectura que yo había estado leyendo en la cama la noche anterior, estuviera por la mañana en la cocina, dentro del microondas, no me parecieron hechos demasiado alarmantes. Desde luego no podía recordar haberlos puesto yo allí. Pero no era la primera vez que me sucedían esas cosas, y no parecían constituir ninguna novedad.

Realmente no ha llegado a pasar nada grave. Aunque confieso que un día me asusté. Ahí creo que fue cuando empecé a reparar en todo ello. Fue al llegar a casa, por la noche. Cuando abrí la puerta, me encontré justo delante una de las sillas del comedor. Justo delante. Como si alguien hubiera estado sentado en ella esperando, y al final hubiera desistido. Me sobresalté. Grité un poco. Llamé a los posibles intrusos. Pero no había nadie. Pasé horas buscando otras huellas de presencias extrañas en la casa. Registrando cajones, intentando descubrir un robo, pero todo fue inútil. Todo el resto del apartamento, cada mueble, cada objeto, cada cajón, estaban en su sitio.

Durante varios días nada pasó. Después, una mañana, encontré un libro de mi biblioteca, que hacía mucho tiempo que no leía, encima de mi mesita de noche. Se trataba de una vieja edición del Bestiario, de Julio Cortázar, que compré en una librería de viejo muchos años atrás. Iba con Ángela. Era en los primeros días, tan felices, tan luminosos, tan cargados de futuro. Hacía mucho que no lo leía. Sabía de manera difusa que lo tenía, pero no había pensado en él en años. Y, sin embargo, allí estaba. Y allí lo dejé. Hasta que unas noches después, comencé a releerlo. Lo que más me conmovió es que en aquellas historias estaba encerrado el eco de mi lectura en aquellos días lejanos. Los cuentos eran los cuentos, el recuerdo de mí mismo leyendo esos cuentos, y la evidencia de que aquellos tiempos eran irrecuperables.

Pero eso no fue más que el principio. Otro día, encontré mis ropas perfectamente dobladas, pero en cajones cambiados. Otro día, dos tenedores sobre el banco de la cocina. Otro día, los bolígrafos que guardaba en un cajón de mi escritorio, dispuestos sobre él en perfecta disposición geométrica. Otro día, un par de zapatos en medio del pasillo. Otro día, una pequeña estatuilla que compramos en un viaje al País Vasco, y que adorna una de las estanterías altas del despacho, estaba en el centro de la mesa del comedor.

Pequeños cambios, algunos irrisorios, otros molestos, como cuando me encontré toda la comida del congelador fuera de la nevera. Muchos mínimos. Un pliegue casi imperceptible en las sábanas, un ligero desplazamiento del teléfono. La puerta del armario de la despensa abierta, cuando yo estoy seguro de haberla dejado cerrada. Sin embargo, constantes. Sólo me asusté un poco al principio. Pero pronto me di cuenta de que aquellos cambios en realidad no eran peligrosos. No había nada de amenazante en ellos. Así me acostumbré.

Ahora, mi vida tiene un aliciente inesperado. Paso los días de trabajo esperando volver a casa para recorrerla lentamente, y encontrar el cambio, el objeto desplazado, la broma, el guiño cómplice, el mensaje cifrado. Por las mañanas, me levanto de la cama casi al amanecer, con rapidez y determinación. No podía hacerlo desde la muerte de Ángela, y rastreo el espacio, que de pronto no es sólo mío. Que de pronto se convierte en un espacio misterioso para explorar. Cada objeto resuena, brilla, se hace nítido, cuando yo lo observo con avidez. Y ese hueco de alguien en que consiste la soledad se convierte en una forma distinta de presencia.

No encuentro ninguna explicación a estos pequeños hechos. Hace tiempo que he dejado de buscarla. Pero no me inquieta, todo lo contrario. Creo que me lo que me daría miedo sería hallar la explicación, descubrir que era sencilla. Que no es la que a veces creo que es con el corazón encogido, conteniendo la respiración en el pasillo en penumbra de la casa. Que no es la que tiene que ser, la que deseo con todas mis fuerzas:  la explicación irrefutable que a veces me dicta la esperanza.

Jesús Peris Llorca 2012


La fotografía es un fotograma de la película "Tren de sombras", de José Luis Guerín (1997)

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