martes, 13 de noviembre de 2012

Noche de boxeo

Josella Playton aborda en este texto de estructura libre las relaciones familiares, la figura del padre, en un potente relato ambientado en el mundo del boxeo...

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No me dejés solo, hermano; levantáme, no quiero estar tirado.
José María Gatica, el “Mono”.

Con mi viejo compartíamos muchas aficiones: las mismas lecturas, los mismos directores de cine, el equipo de fútbol, el boxeo. Nos quedábamos los viernes a la noche viendo las peleas que pasaban en canal 9, bajando el volumen para no escuchar la insoportable pedorrea verbal de los comentaristas. Mi viejo no sé si sabía, realmente, de boxeo, pero lo que sí que sabía hacer muy bien era hablar de boxeo como si supiera. Seguramente la tenía clara, porque en general cada pequeña acotación que hacía —“le entran todas las izquierdas”, “baja la mano cuando pega”, “le van a afanar la pelea”— solía cumplirse rigurosamente. Yo escuchaba sus comentarios y me quedaba con cara de acabar de encontrar la carta robada.

Mi vieja qué iba a decir, por supuesto, cuando nos encontraba perdiendo las horas frente a la tele. Tampoco habría dicho nada, incluso, si hubiera tenido idea de lo malas que eran, en general, las peleas que pasaban por el 9. Tipos que no eran ni campeones argentinos ni iban a aspirar a serlo. Y eso en el mejor de los casos, porque si esos paquetes hubieran podido aspirar, siquiera, a pelear por el título argentino, habría sido para pegarse un tiro.

La cosa mejoró cuando nos decidimos a instalar el cable. Yo colaboré con algo de guita, aunque no demasiada. Había un canal que pasaba boxeo casi todo el día, y un par más que solían pasar varias veces durante la semana. Teníamos a nuestra disposición un caudal de peleas históricas inagotable; ya no era, como antes, sentir que pescar de pura casualidad la pelea de Muhammad Alí contra Foreman era un guiño del destino, que nos habíamos acabado de una vez la porción de suerte de esa semana. Las grandes peleas formaban parte del zapping nuestro de cada día. Y no sólo era un Alí contra Foreman o un de la Hoya contra Chávez, esas peleas míticas que, con paciencia, cada tanto pasaban por la tele; también eran, por ejemplo, las Foreman contra Lyle, una pelea épica que, si hubiera visto en directo, seguramente me habría hecho lagrimear en alguna de las infinitas caídas de los dos gigantes. Verlo a Foreman, después de la derrota contra Alí, entregando su corazón contra un tipo más grande y quizás más fuerte que él mismo, ganarle después de haber estado a punto de ganar o de perder no sé cuántas veces, son esas cosas en las que uno puede ponerse a pensar cuando busca motivos para creer en el alma humana.

Lo que no le parecía nada bonito a mamá era que Martita, mi hermana, se prendiera también al visionado de las veladas boxísticas. Se quejaba, nos recordaba que Martita era muy chiquita, que eso es un expectáculo muy violento, que si a ustedes les gusta ella no podía hacer nada. Pero que la piba era chiquita e impresionable. Y todo eso. Martita la escuchaba, después miraba a papá sin decir nada, y como papá no la mandaba a jugar o a dormir, se quedaba con nosotros.

Martita era un angelito. Flaca como un escarbadientes, no decía más de dos palabras seguidas, y siempre mirándote fijo, como si desconfiara hasta de su sombra. Pero no tenía maldad, nunca rompía sus muñecas ni me acusaba a mí de las macanas que se mandaba ella.

Cuando yo empecé Contabilidad en la Facultad, nos desayunamos con que Martita ya hacía medio año que iba a un gimnasio todos los días. Nos enteramos porque a Martita no le quedó otra, le habían dicho que si quería pasarse a entrenar al gimnasio de la Federación Argentina de Box, papá tenía que firmarle una autorización. Ella era menor de edad, todavía.

Mamá puso el grito en el cielo, nos acusó de asesinos, de torturadores, de psicópatas. A papá le reservó la acusación de hijo de puta. Mejor dicho, le pidió que no fuera hijo de puta, no afirmó que lo fuera. Y por eso mismo no podía autorizar una carnicería semejante. Fue la primera y única vez que la escuché decir malas palabras, si no recuerdo mal. La verdad, que escucharla tropezando con la palabra “puta”, como cuando uno intenta tragar un pedazo grande de carne sin masticar lo suficiente, me dio un poco de pena. De todos modos, papá pasó olímpicamente. Mamá sabía que no le iban a hacer caso; sus exigencias y amenazas nunca dejaron de sonar a resignación.

Verla a la flaca, entrenando, era un espectáculo. Su técnica no era ni remotamente buena, pero hay que acordarse de cómo era el boxeo femenino por aquella época: ninguna era buena, las que ganaban lo hacían porque imponían su poderío físico y su agresividad. Las mujeres tienen un instinto asesino en el ring, un desinterés por la propia seguridad, que sólo vi en los boxeadores japoneses.

Yo fui a verla a sus entrenamientos un par de veces. Papá, estoy seguro, no fue nunca. Me llamaba la atención que, si no parecía interesado en que ella practicara o no el boxeo, la hubiera autorizado.

—¿Y, qué vas a hacer, vas a ir a ver la pelea por el título argentino? —le pregunté a papá el día que Martita, por fin, consiguió la chance por el cinturón.

—No sé, no sé —me contestó.

Pero al final me acompañó. La verdad es que durante todo ese tiempo, mientras yo iba cursando las asignaturas y Martita iba sacando sus peleas, me pasaba muchas menos horas que antes frente a la tele con papá. De todos modos, seguíamos compartiendo gustos, y vimos muchas películas juntos, los partidos de Boca, las peleas horribles del 9 y muchas de las del cable. Desde luego, compartía más tiempo con papá que Martita, que estaba a su aire. Llegaba a casa reventada, nos saludaba, comía por dos personas y se encerraba en su pieza. En menos de diez minutos se podían escuchar sus ronquidos tras de la puerta.

Cuando anunciaron por la megafonía a la aspirante, Marta “Maravilla”, nos tomó unos segundos recordar que ése era su nombre boxístico.

—No camina bien el ring, apoya con los talones —fue lo primero que comentó papá. Tenía razón, por supuesto.

El primer round fue un torbellino de piñas, obvio. Se dieron desde que sonó la campana, sin estudiarse ni nada. Al volver a su rincón, Martita tenía una pequeña herida sobre la ceja.

—Los ayudantes no le han limpiado la sangre del ojo.

Yo también lo había visto. Mientras en el rincón le sonreían y pretendían tranquilizarla, Martita había tenido que pedirles que le limpiaran la cara. “El ojo, sangre en el ojo” les había dicho, y se había escuchado clarito desde donde estábamos.

—En realidad es muy fría para pelear —comentó papá, como si hablara sólo para sí mismo—. Ya está empezando a tener la pelea controlada.

Martita y su contrincante, la campeona argentina, al cabo del sexto round, estaban menos revolucionadas, ya. Las piñas y el cansancio las obligaban a usar la cabeza, a racionalizar el esfuerzo y el castigo recibido.

—Con la zurda ya no pegás con todo. Te tenés que haber lastimado —comentó papá.

Después, Martita confirmó en una entrevista que se había fisurado la mano, culpa de un mal vendaje.

Llegaron al décimo round y la cosa no estaba decidida. La única opción que le quedaba era ganar por nocaut, porque en el remoto caso de que los jueces dieran aunque fuera un empate, tampoco le iba a servir para arrebatar la corona.

—Eso, eso, tapás y pegás, tapás y pegás —dijo papá, cerrando los puños.

Martita estaba bombardeando a la campeona con sucesiones de uno-dos. Un par de piñas, unos pasos, otro par de piñas, otros pasos. La izquierda, picante, pero fundamentalmente para estorbar la visión de la campeona. La derecha venía atrás, siempre desde un ángulo diferente.

—Ya te diste cuenta, te diste cuenta, se está tapando bien la cara.

La campeona se cubría con todo el antebrazo, escarmentada a derechazos. Martita atacaba al estómago, y combinaba esos ataques con otras sucesiones de uno-dos.

—Te acordaste de Monzón, piba —le brillaban los ojos a papá.

Y sí, claro, se había acordado de Monzón. Se notaba en el andar lento, en la pesadez de cada pisada cuando largaba la derecha. Le faltaban doscientos años de práctica para parecerse a Monzón, pero la campeona no era Nino Benvenutti, precisamente.

—La tira, la tira, la va a tirar. ¡Vamos, Martita, carajo!

Papá saltó en su lugar. Hacía rato que ya estaba parado. Antes de que la campeona terminara de caer, papá ya había saltado tres o cuatro veces más. Después se acercó al ring hasta agarrarse de las cuerdas, todavía gritando, ignorando la calentura de los tipos a los que había empujado de mala manera para abrirse paso.

Yo me quedé sentado en mi lugar, como un espectador de un espectáculo doble. O triple, más bien: la obtención del cinturón argentino de Martita, la explosión de alegría insospechada de papá, y mi propia soledad en una fiesta en la que nadie festejaba conmigo, nadie se abrazaba a mí por los hombros gritando el nombre de mi hermana.

Me alegré por ella, de todos modos.
Josella Playton 2012

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