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Sus dedos delgados e inquietos golpeaban con suavidad
el teclado, aunque a una velocidad inusitada, y a pesar de las largas y
adornadas uñas, sorprendentemente no cometía ni una sola errata. Sus ojos castaños
avanzaban con rapidez de una línea a otra del documento sujeto en un elegante
atril y su melena lisa recogida en una graciosa castaña dejaba ver su largo
cuello erguido.
Sara trabajaba incansable cada día en aquella
empresa de informatización de archivos desde hacía dos años. Le gustaba su
trabajo, era muy buena en lo que hacía y nunca le había preocupado que otros
fueran ascendidos a cargos de mayor responsabilidad con salarios y privilegios
que serían la envidia de cualquiera. Tenía todo lo que necesitaba para vivir
con comodidad.
Llegó al final de la página y sus manos
veloces procedieron a pasar la hoja. Ya no quedaban más. Aquel documento estaba
listo y era la hora de su merecido descanso de la mañana. Sus pies descalzos
buscaron los zapatos y su delgada silueta se contoneó sobre los elevados
tacones hasta la cafetería. Conversación banal, risas comprometidas y un café
con leche. Quince minutos más tarde se encontraba ante un nuevo archivo y
aquellos laboriosos y agitados dedos se movían frenéticos mientras su vista se
deslizaba sobre el papel.
Nada la distraía de su tarea; ni las hermosas
palomas que se detenían en el alféizar (su ventana), ni la sirena de la
ambulancia, ni la repetitiva alarma de un coche. Tal era su concentración que
no respondía a los compañeros que se
despedían (y que la llamaban cariñosamente “la teclas”); “Que pases un buen fin
de semana, Sara”, “No trabajes tanto”, “Buenas noches”. Y sin ningún tipo de
rencor se alejaban por la puerta dejando atrás un silencio muy particular. El
sonido de las teclas al ser presionadas se escuchaba incluso desde el otro lado
de la planta.
Transcurrió el fin de semana con el incómodo
ajetreo de un nuevo vecino que se instalaba en la apacible vida del rellano del
segundo piso. Hasta ese momento no había tenido que compartir pared con nadie,
puesto que aquella vivienda pareja a la suya había sido adquirida como
inversión y los dueños, cansados o vencidos por el inmovilismo del mercado
decidieron alquilarla. Observaba por la mirilla con discreción curiosa con el
temor de que de un momento a otro aquel joven la descubriera cotilleando como
una vulgar vieja ociosa. Golpes de martillo, un taladro, muebles que son
arrastrados, y más ruidos chirriantes se sucedieron durante dos interminables
días.
Por fin llegó el lunes y puntual se dirigió a
su mesa dispuesta a atacar el ordenador como era habitual. Con paso decidido
sus tacones acotaban distancias con su escritorio. Aún con el abrigo y el bolso
sobre su hombro sus piernas se detuvieron repentinamente frente a la ventana. Habían
colocado una enorme valla publicitaria al otro lado de la calle, justo delante
de ella. Pestañeó repetidamente y fijó su vista en aquel imponente cartel de
una marca de perfume. Un joven de cabello rubio, penetrantes ojos pardos, con
carnosos labios que dibujaban una sonrisa arrolladora, sujetaba, levantando sus
brazos vigorosos, el envase de aquel producto. Su torso desnudo y esbelto
demostraba que era un cuerpo bien ejercitado.
Aquel rostro la observaba, pero también a
ella le costaba apartar la vista de aquella mirada. Le resultaba extrañamente familiar.
Dispuso el nuevo archivo en el atril e inició
su rutina dejando que sus manos ágiles se desplazaran casi con especial ternura
sobre las teclas. Como un pianista que sigue una partitura que despierta una
pasión intensa, su cuerpo se estremecía recordando los ojos verdes que tenía
justo en frente. Sentía como si un descarado e indiscreto espía tratara de
seducirla y notó como un cosquilleo recorría su cuerpo. De pronto sus dedos se
volvieron torpes y, por más que se esforzaba en recuperar el ritmo, sus
pulsaciones eran cada vez más lentas y menos precisas. Visiblemente nerviosa frotó
las manos sobre su falda y cerró los ojos mientras respiraba profundamente,
pero no le sirvió de nada. Era incapaz de concentrarse y todos sus compañeros
percibieron que algo no iba bien cuando la oían gritar “¡Mierda!”, y de nuevo,
“¡Mierda, mierda, mierda!”.
Aunque había aparcado a escasos metros de
casa, al otro lado de la calle, pero sin paraguas con el que cubrirse y con
tacones con los que no podía correr, era una ecuación que garantizaba un
resfriado. La lluvia arreciaba con fiereza y la calle asemejaba un canal
veneciano aunque de un palmo de profundidad. Por fortuna aquella mañana había
decidido ponerse botas, lo que no era tan oportuno era el afilado tacón de las
mismas, más cuando debía caminar por las húmedas aceras. En realidad, correr,
pues no había previsto era aquellas intensas precipitaciones y sentía como su
ropa empapada se ceñía a su cuerpo.
Entonces lo vio. La luz de las farolas
alumbraban una silueta que con paso tranquilo se aproximaba a la portería bajo
un inmenso paraguas. Reconoció al recién instalado vecino y desesperada como
estaba proyectó su voz tanto como pudo, entre rayos y relámpagos sobrecogedores,
y mientras agitaba sus brazos gritó “¡Oyeeeeee!”, “¡Esperaaaaaa,
esperaaaaaaaaaaaa!”. Su grito se perdió entre relámpagos y espantosos truenos
mientras su nuevo vecino, avanzaba impasible con paso tranquilo bajo un enorme
paraguas con la vista fija en su móvil. Parecía ciertamente abstraído en algo
muy interesante pues con su única mano libre podía teclear con un ritmo
frenético. Y cuando ya se daba por vencida, él se giró y la miró fijamente. Su
rostro, iluminado por la intensa luz de la farola, parecía confuso. Pero mayor
sorpresa fue para ella descubrir en él al principal responsable de haber
perdido el norte ese día. Sin duda, aquella mirada y aquellos labios eran los
mismos que contemplara en la valla publicitaria. Y ante su atónita mirada, boquiabierta
como estaba, vio como de nuevo se daba la vuelta y con un gesto impasible él
introducía la llave y accedía al edificio. Indiferente a la voz de “¡Espera!
¡Espera!” y sin mirar atrás, desapareció.
Sus pies se aceleraron intentando alcanzar el
portal a tiempo pero la puerta se cerró en sus narices. Se sentía confusa, juraría
que él la había visto con toda claridad, aunque no podía estar segura de ello.
Para colmo no encontraba sus llaves y el agua caía sin pausa sobre su figura
calada hasta los huesos. Sus manos nerviosas revolvían el aparatoso bolso:
móvil, maquillaje, monedero, caramelos, paquete de pañuelos, libro de bolsillo,
boli, libretita, “¡Maldita sea!”. Justo en el instante que más desesperada
estaba escuchó el zumbido estridente del botón que activa la apertura del
portal. Atónita y agradecida empujó veloz la puerta. Suspiró aliviada ya en el
interior y tres estornudos solemnes y continuados resonaron con fuerza. Y como
si estos le devolvieran la claridad a su mente y cuerpo fatigados se preguntó
quién le habría abierto la puerta. Eran muy pocas viviendas en el edificio, y
solo cinco estaban habitadas en aquel momento. Cualquiera de los ya conocidos
se hubieran manifestado a través del videoportero, sin embargo, quien quiera
que lo hiciera no se molestó en decir nada. <<¿Habría sido él?>>.
Se dirigió lentamente hacia el ascensor dejando a su paso un charco. Sin duda
la del 1º izquierda iba a montar en cólera en cuanto viera aquello. Pero ahora
no tenía tiempo ni energía para pensar en ello. De repente, se le ocurrió que
era buena idea comprobar en el buzón el nombre del joven apuesto. Allí estaba,
2º izquierda, David Brull.
Al llegar al rellano pensó que sería un
detalle agradecerle que la hubiera salvado de una pulmonía, y de paso ofrecerse
como buena vecina por si algún día necesitara sal, aceite, un limón y esas
cosas. La imagen del anuncio, de su torso desnudo y sensual le golpeó de nuevo
y su cuerpo se estremeció al tiempo que se ruborizaba. Cambió de idea y entró
en casa.
La mañana siguiente amaneció soleada, aunque
Sara sentía que le dolía todo el cuerpo, de hecho tenía unas décimas de fiebre,
por lo que llamó a la empresa para avisar que estaba enferma y que se
incorporaría cuando mejorara. Se preparó una buena taza de café con leche y
salió al balcón. Le encantaba sentir en sus manos el calor de aquel desayuno. La gente
salía a comprar el pan, algunos jóvenes con sus mochilas caminaban hacia el
instituto, algunos padres o madres acompañaban a los más pequeños al colegio, y
los que aún tenían un trabajo al que dirigirse salían de sus casas o de sus
garajes precipitadamente.
Escuchó un ruido en el rellano, una puerta se
cerró con firmeza, y a continuación el sonido de unos pasos que se alejaban
escalera abajo. Debía ser él, así que decidió permanecer expectante para verle
salir a la calle. Apenas un minuto después, allí estaba. Lo vio subir a un turismo
blanco y alejarse hasta desaparecer en la maraña de tráfico de la avenida que
cruzaba. Decidió descansar apaciblemente para recuperarse lo antes posible,
dormir, quizá soñar, incluso fantasear con el vecino de sonrisa cautivadora.
“Piiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiiiiiii,
piiiiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiii”. Un claxon atronador llegaba hasta sus oídos.
Se incorporó de la cama aun aturdida y se asomó a la ventana de la habitación. Ya
era mediodía. “Piiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiii”. Al otro lado de la calle un
señor con evidente enfado increpaba desde su furgoneta de reparto de frutas y
verduras al conductor de un coche blanco que, impasible, permanecía aparcado en
doble fila impidiéndole salir. Era el chico modelo, el vecino misterioso. “Piiiiiiii,
piiiiiiiii”. La indiferencia con que le pagaba no hacía sino aumentar su rabia,
así que bajó la ventanilla y sacó la cabeza mientras voceaba con toda la fuerza
que sus pulmones le permitían: “Ey, cabróoooon”. “Piiiiiiiiiiii,
piiiiiiiiiiiii”, “¡Que te apartes coñoooo que llego tarde!”, “Piiiiii,
piiiiii”, “¡Te voy a partir la cara si no te apartas!” Sara entonces se dio
cuenta de que, aquel a quien amenazaba era su vecino. Reconoció aquel semblante
sosegado de la noche de lluvia, cuando él la miró después de llamarlo y la
ignoró. Aquella escena no preveía que fuera a acabar bien… ¿Por qué no se
apartaba simplemente? ¿Qué se había creído? Demostrado estaba que, aunque
atractivo no le faltaba, chulería tampoco. Eso de ser modelo, por lo visto, se
le había subido a la cabeza. De repente, el hombre desesperado abrió la puerta
y, tan rápido como su voluminoso cuerpo le permitió, se dirigió con furia al
otro lado para enfrentarse a aquel impertinente. Golpeó, repetidas veces, con
el puño en la ventanilla, alterado como no había visto a nadie en mucho tiempo.
Sara contemplaba atemorizada la secuencia. El enorme cuerpo del verdulero, que
le daba la espalda, le dificultaba la visión de la secuencia final. Y justo, en
aquel instante en que pensaba que aquella cara bonita acabaría destrozada,
sucedió algo insólito e increíble. “Perdona, perdona. Yo, yo, … yo, no lo sabía”.
Titubeó el hombre de la furgoneta. Una
mujer de unos ochenta y tantos años, acompañada de su nieta, se introdujo en el
turismo con dificultad. Seguidamente, circuló calle abajo con la misma
naturalidad con que lo hiciera a primera hora de la mañana. El frutero,
avergonzado, volvió al vehículo y por fin inició su marcha. No podía entender
qué había sucedido para que el hombre se doblegara de esa forma.
Pasaban los días y Sara seguía atrapada en su
ensimismamiento. Aquella sonrisa cautivadora que la vigilaba cada jornada,
desde el cartel frente a su despacho, la perseguía en sus ensoñaciones. Hasta
tal punto que se esforzaba en coincidir con él haciendo cosas absurdas, que si
le preguntaran siempre negaría.
Como aquella vez en que estuvo esperando
dentro del coche cerca de dos horas, mientras leía un libro, a que apareciera
por la esquina. Se acercaban ambos al portal, tal y como había previsto, para
que, de manera fortuita tuvieran un encuentro en el que necesariamente deberían
decirse algo, aunque fuera una de esas conversaciones banales que se tienen
sobre el tiempo en el ascensor. Pero, justo en preciso instante en que ambas
miradas iban a encontrarse, una joven madre con su recién nacido, dormido
plácidamente en el carro, se interpuso y alcanzó la puerta interrumpiendo ese
ansiado momento. Era la hija de la vecina de abajo, que con gesto inquisitivo
se llevó el dedo índice a los labios para indicarles que no hablaran, pues no
quería que disturbaran el descanso de su querido retoño. Él y ella se miraron, compartieron
una sonrisa cómplice, y avanzaron todos con sigilo hasta el ascensor, donde
finalmente él no subió por el limitado espacio que dejaba el cochecito.
Entonces, sucedió algo extraño de nuevo. Un chachachá sonó desde el interior
del bolso de Sara. Apurada rebuscaba el teléfono mientras el bebé se removía en su capazo, a punto de estallar en
llanto, y la madre la miraba atónita, él, cerró con sumo cuidado la puerta del
ascensor, como si temiera que el portazo pudiera perturbar el dulce dormir del
bebé más de lo que ya lo había hecho ella con aquella llamada. A través del
cristal las miró llevándose el dedo a la
boca, como hiciera la madre momentos antes, pidiendo silencio. Definitivamente,
pensó que era muy raro.
Al menos le había devuelto la sonrisa, pensó
que la espera no había sido del todo en vano, a pesar de que no pudieron
intercambiar ni una sola palabra.
Pero la sensación de que algo diferente había
en él no se la quitaba de la cabeza.
Era sábado por la noche, y la puerta del piso
vecino se abría y cerraba sin cesar. Ascensor, pasos, puerta que se abre,
puerta que se cierra, silencio. Ascensor, pasos, puerta que se abre, puerta que
se cierra, silencio. Carcajadas. Silencio.
Se sentía intrigada por aquel misterioso
ajetreo. Además, no escuchaba el timbre, así que Sara llegó a la conclusión de
que cada vez que llegaba alguien debían tener algún código secreto para que le
abrieran. Se armó de valor, después de tantos días había llegado el momento de
tomar la iniciativa. Salió al rellano y llamó al timbre, pero este no emitió
ningún sonido. No había sido buena idea, quedaría en evidencia, y, además,
probablemente se había arreglado demasiado y llamaría la atención en exceso.
Justo cuando estaba a punto de entrar de nuevo en casa la puerta se abrió. Él le
sonrió abiertamente, sin duda no era puro formalismo, en su mirada se percibía
la alegría sincera de quien recibe una grata visita. Entonces, vio algo que la
dejó estupefacta. No podía creer lo que veía, era incapaz de pestañear, y su
boca permanecía abierta reflejando lo insólito para ella de aquella escena. En
ese momento lo comprendió todo: por qué su actitud impasible ante el chófer
agresivo, también de aquella noche en que le gritó pidiendo su ayuda, ¡y su
gesto de silencio con el bebé cuando el móvil sonaba escandalosamente!
En el salón, tras la puerta, un grupo de
amigos charlaban animadamente, en un continuo silencio, que se interrumpía
ocasionalmente con alguna carcajada. Sus manos se movían grácilmente con una
serie de gestos incomprensibles para ella. Aquella noche supo que, las cosas no
siempre son lo que parecen, y además aprendió, a ver una voz. La de aquel grupo
de amigos sordos que desde aquel momento entraron a formar parte de su vida.
Mara Cabello 2012
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