viernes, 9 de noviembre de 2012

El vecino impasible

Os presento el tercer relato de Mara Cabello. En él iremos averiguando cosas sobre su extraño vecino a la vez que la atribulada (y expectante) protagonista.

_________________________________

Sus dedos delgados e inquietos golpeaban con suavidad el teclado, aunque a una velocidad inusitada, y a pesar de las largas y adornadas uñas, sorprendentemente no cometía ni una sola errata. Sus ojos castaños avanzaban con rapidez de una línea a otra del documento sujeto en un elegante atril y su melena lisa recogida en una graciosa castaña dejaba ver su largo cuello erguido.

Sara trabajaba incansable cada día en aquella empresa de informatización de archivos desde hacía dos años. Le gustaba su trabajo, era muy buena en lo que hacía y nunca le había preocupado que otros fueran ascendidos a cargos de mayor responsabilidad con salarios y privilegios que serían la envidia de cualquiera. Tenía todo lo que necesitaba para vivir con comodidad.

Llegó al final de la página y sus manos veloces procedieron a pasar la hoja. Ya no quedaban más. Aquel documento estaba listo y era la hora de su merecido descanso de la mañana. Sus pies descalzos buscaron los zapatos y su delgada silueta se contoneó sobre los elevados tacones hasta la cafetería. Conversación banal, risas comprometidas y un café con leche. Quince minutos más tarde se encontraba ante un nuevo archivo y aquellos laboriosos y agitados dedos se movían frenéticos mientras su vista se deslizaba sobre el papel.

Nada la distraía de su tarea; ni las hermosas palomas que se detenían en el alféizar (su ventana), ni la sirena de la ambulancia, ni la repetitiva alarma de un coche. Tal era su concentración que no respondía a los compañeros  que se despedían (y que la llamaban cariñosamente “la teclas”); “Que pases un buen fin de semana, Sara”, “No trabajes tanto”, “Buenas noches”. Y sin ningún tipo de rencor se alejaban por la puerta dejando atrás un silencio muy particular. El sonido de las teclas al ser presionadas se escuchaba incluso desde el otro lado de la planta.

Transcurrió el fin de semana con el incómodo ajetreo de un nuevo vecino que se instalaba en la apacible vida del rellano del segundo piso. Hasta ese momento no había tenido que compartir pared con nadie, puesto que aquella vivienda pareja a la suya había sido adquirida como inversión y los dueños, cansados o vencidos por el inmovilismo del mercado decidieron alquilarla. Observaba por la mirilla con discreción curiosa con el temor de que de un momento a otro aquel joven la descubriera cotilleando como una vulgar vieja ociosa. Golpes de martillo, un taladro, muebles que son arrastrados, y más ruidos chirriantes se sucedieron durante dos interminables días.

Por fin llegó el lunes y puntual se dirigió a su mesa dispuesta a atacar el ordenador como era habitual. Con paso decidido sus tacones acotaban distancias con su escritorio. Aún con el abrigo y el bolso sobre su hombro sus piernas se detuvieron repentinamente frente a la ventana. Habían colocado una enorme valla publicitaria al otro lado de la calle, justo delante de ella. Pestañeó repetidamente y fijó su vista en aquel imponente cartel de una marca de perfume. Un joven de cabello rubio, penetrantes ojos pardos, con carnosos labios que dibujaban una sonrisa arrolladora, sujetaba, levantando sus brazos vigorosos, el envase de aquel producto. Su torso desnudo y esbelto demostraba que era un cuerpo bien ejercitado.
Aquel rostro la observaba, pero también a ella le costaba apartar la vista de aquella mirada. Le resultaba extrañamente familiar.

Dispuso el nuevo archivo en el atril e inició su rutina dejando que sus manos ágiles se desplazaran casi con especial ternura sobre las teclas. Como un pianista que sigue una partitura que despierta una pasión intensa, su cuerpo se estremecía recordando los ojos verdes que tenía justo en frente. Sentía como si un descarado e indiscreto espía tratara de seducirla y notó como un cosquilleo recorría su cuerpo. De pronto sus dedos se volvieron torpes y, por más que se esforzaba en recuperar el ritmo, sus pulsaciones eran cada vez más lentas y menos precisas. Visiblemente nerviosa frotó las manos sobre su falda y cerró los ojos mientras respiraba profundamente, pero no le sirvió de nada. Era incapaz de concentrarse y todos sus compañeros percibieron que algo no iba bien cuando la oían gritar “¡Mierda!”, y de nuevo, “¡Mierda, mierda, mierda!”.

Aunque había aparcado a escasos metros de casa, al otro lado de la calle, pero sin paraguas con el que cubrirse y con tacones con los que no podía correr, era una ecuación que garantizaba un resfriado. La lluvia arreciaba con fiereza y la calle asemejaba un canal veneciano aunque de un palmo de profundidad. Por fortuna aquella mañana había decidido ponerse botas, lo que no era tan oportuno era el afilado tacón de las mismas, más cuando debía caminar por las húmedas aceras. En realidad, correr, pues no había previsto era aquellas intensas precipitaciones y sentía como su ropa empapada se ceñía a su cuerpo.

Entonces lo vio. La luz de las farolas alumbraban una silueta que con paso tranquilo se aproximaba a la portería bajo un inmenso paraguas. Reconoció al recién instalado vecino y desesperada como estaba proyectó su voz tanto como pudo, entre rayos y relámpagos sobrecogedores, y mientras agitaba sus brazos gritó “¡Oyeeeeee!”, “¡Esperaaaaaa, esperaaaaaaaaaaaa!”. Su grito se perdió entre relámpagos y espantosos truenos mientras su nuevo vecino, avanzaba impasible con paso tranquilo bajo un enorme paraguas con la vista fija en su móvil. Parecía ciertamente abstraído en algo muy interesante pues con su única mano libre podía teclear con un ritmo frenético. Y cuando ya se daba por vencida, él se giró y la miró fijamente. Su rostro, iluminado por la intensa luz de la farola, parecía confuso. Pero mayor sorpresa fue para ella descubrir en él al principal responsable de haber perdido el norte ese día. Sin duda, aquella mirada y aquellos labios eran los mismos que contemplara en la valla publicitaria. Y ante su atónita mirada, boquiabierta como estaba, vio como de nuevo se daba la vuelta y con un gesto impasible él introducía la llave y accedía al edificio. Indiferente a la voz de “¡Espera! ¡Espera!” y sin mirar atrás, desapareció.

Sus pies se aceleraron intentando alcanzar el portal a tiempo pero la puerta se cerró en sus narices. Se sentía confusa, juraría que él la había visto con toda claridad, aunque no podía estar segura de ello. Para colmo no encontraba sus llaves y el agua caía sin pausa sobre su figura calada hasta los huesos. Sus manos nerviosas revolvían el aparatoso bolso: móvil, maquillaje, monedero, caramelos, paquete de pañuelos, libro de bolsillo, boli, libretita, “¡Maldita sea!”. Justo en el instante que más desesperada estaba escuchó el zumbido estridente del botón que activa la apertura del portal. Atónita y agradecida empujó veloz la puerta. Suspiró aliviada ya en el interior y tres estornudos solemnes y continuados resonaron con fuerza. Y como si estos le devolvieran la claridad a su mente y cuerpo fatigados se preguntó quién le habría abierto la puerta. Eran muy pocas viviendas en el edificio, y solo cinco estaban habitadas en aquel momento. Cualquiera de los ya conocidos se hubieran manifestado a través del videoportero, sin embargo, quien quiera que lo hiciera no se molestó en decir nada. <<¿Habría sido él?>>. Se dirigió lentamente hacia el ascensor dejando a su paso un charco. Sin duda la del 1º izquierda iba a montar en cólera en cuanto viera aquello. Pero ahora no tenía tiempo ni energía para pensar en ello. De repente, se le ocurrió que era buena idea comprobar en el buzón el nombre del joven apuesto. Allí estaba, 2º izquierda, David Brull.

Al llegar al rellano pensó que sería un detalle agradecerle que la hubiera salvado de una pulmonía, y de paso ofrecerse como buena vecina por si algún día necesitara sal, aceite, un limón y esas cosas. La imagen del anuncio, de su torso desnudo y sensual le golpeó de nuevo y su cuerpo se estremeció al tiempo que se ruborizaba. Cambió de idea y entró en casa.

La mañana siguiente amaneció soleada, aunque Sara sentía que le dolía todo el cuerpo, de hecho tenía unas décimas de fiebre, por lo que llamó a la empresa para avisar que estaba enferma y que se incorporaría cuando mejorara. Se preparó una buena taza de café con leche y salió al balcón. Le encantaba sentir en  sus manos el calor de aquel desayuno. La gente salía a comprar el pan, algunos jóvenes con sus mochilas caminaban hacia el instituto, algunos padres o madres acompañaban a los más pequeños al colegio, y los que aún tenían un trabajo al que dirigirse salían de sus casas o de sus garajes precipitadamente.

Escuchó un ruido en el rellano, una puerta se cerró con firmeza, y a continuación el sonido de unos pasos que se alejaban escalera abajo. Debía ser él, así que decidió permanecer expectante para verle salir a la calle. Apenas un minuto después, allí estaba. Lo vio subir a un turismo blanco y alejarse hasta desaparecer en la maraña de tráfico de la avenida que cruzaba. Decidió descansar apaciblemente para recuperarse lo antes posible, dormir, quizá soñar, incluso fantasear con el vecino de sonrisa cautivadora.
“Piiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiiiiiiii, piiiiiiiii”. Un claxon atronador llegaba hasta sus oídos. Se incorporó de la cama aun aturdida y se asomó a la ventana de la habitación. Ya era mediodía. “Piiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiiii”. Al otro lado de la calle un señor con evidente enfado increpaba desde su furgoneta de reparto de frutas y verduras al conductor de un coche blanco que, impasible, permanecía aparcado en doble fila impidiéndole salir. Era el chico modelo, el vecino misterioso. “Piiiiiiii, piiiiiiiii”. La indiferencia con que le pagaba no hacía sino aumentar su rabia, así que bajó la ventanilla y sacó la cabeza mientras voceaba con toda la fuerza que sus pulmones le permitían: “Ey, cabróoooon”. “Piiiiiiiiiiii, piiiiiiiiiiiii”, “¡Que te apartes coñoooo que llego tarde!”, “Piiiiii, piiiiii”, “¡Te voy a partir la cara si no te apartas!” Sara entonces se dio cuenta de que, aquel a quien amenazaba era su vecino. Reconoció aquel semblante sosegado de la noche de lluvia, cuando él la miró después de llamarlo y la ignoró. Aquella escena no preveía que fuera a acabar bien… ¿Por qué no se apartaba simplemente? ¿Qué se había creído? Demostrado estaba que, aunque atractivo no le faltaba, chulería tampoco. Eso de ser modelo, por lo visto, se le había subido a la cabeza. De repente, el hombre desesperado abrió la puerta y, tan rápido como su voluminoso cuerpo le permitió, se dirigió con furia al otro lado para enfrentarse a aquel impertinente. Golpeó, repetidas veces, con el puño en la ventanilla, alterado como no había visto a nadie en mucho tiempo. Sara contemplaba atemorizada la secuencia. El enorme cuerpo del verdulero, que le daba la espalda, le dificultaba la visión de la secuencia final. Y justo, en aquel instante en que pensaba que aquella cara bonita acabaría destrozada, sucedió algo insólito e increíble. “Perdona, perdona. Yo, yo, … yo, no lo sabía”.  Titubeó el hombre de la furgoneta. Una mujer de unos ochenta y tantos años, acompañada de su nieta, se introdujo en el turismo con dificultad. Seguidamente, circuló calle abajo con la misma naturalidad con que lo hiciera a primera hora de la mañana. El frutero, avergonzado, volvió al vehículo y por fin inició su marcha. No podía entender qué había sucedido para que el hombre se doblegara de esa forma.

Pasaban los días y Sara seguía atrapada en su ensimismamiento. Aquella sonrisa cautivadora que la vigilaba cada jornada, desde el cartel frente a su despacho, la perseguía en sus ensoñaciones. Hasta tal punto que se esforzaba en coincidir con él haciendo cosas absurdas, que si le preguntaran siempre negaría.

Como aquella vez en que estuvo esperando dentro del coche cerca de dos horas, mientras leía un libro, a que apareciera por la esquina. Se acercaban ambos al portal, tal y como había previsto, para que, de manera fortuita tuvieran un encuentro en el que necesariamente deberían decirse algo, aunque fuera una de esas conversaciones banales que se tienen sobre el tiempo en el ascensor. Pero, justo en preciso instante en que ambas miradas iban a encontrarse, una joven madre con su recién nacido, dormido plácidamente en el carro, se interpuso y alcanzó la puerta interrumpiendo ese ansiado momento. Era la hija de la vecina de abajo, que con gesto inquisitivo se llevó el dedo índice a los labios para indicarles que no hablaran, pues no quería que disturbaran el descanso de su querido retoño. Él y ella se miraron, compartieron una sonrisa cómplice, y avanzaron todos con sigilo hasta el ascensor, donde finalmente él no subió por el limitado espacio que dejaba el cochecito. Entonces, sucedió algo extraño de nuevo. Un chachachá sonó desde el interior del bolso de Sara. Apurada rebuscaba el teléfono mientras el bebé se  removía en su capazo, a punto de estallar en llanto, y la madre la miraba atónita, él, cerró con sumo cuidado la puerta del ascensor, como si temiera que el portazo pudiera perturbar el dulce dormir del bebé más de lo que ya lo había hecho ella con aquella llamada. A través del cristal las miró llevándose el  dedo a la boca, como hiciera la madre momentos antes, pidiendo silencio. Definitivamente, pensó que era muy raro.

Al menos le había devuelto la sonrisa, pensó que la espera no había sido del todo en vano, a pesar de que no pudieron intercambiar ni una sola palabra.

Pero la sensación de que algo diferente había en él no se la quitaba de la cabeza.

Era sábado por la noche, y la puerta del piso vecino se abría y cerraba sin cesar. Ascensor, pasos, puerta que se abre, puerta que se cierra, silencio. Ascensor, pasos, puerta que se abre, puerta que se cierra, silencio. Carcajadas. Silencio.

Se sentía intrigada por aquel misterioso ajetreo. Además, no escuchaba el timbre, así que Sara llegó a la conclusión de que cada vez que llegaba alguien debían tener algún código secreto para que le abrieran. Se armó de valor, después de tantos días había llegado el momento de tomar la iniciativa. Salió al rellano y llamó al timbre, pero este no emitió ningún sonido. No había sido buena idea, quedaría en evidencia, y, además, probablemente se había arreglado demasiado y llamaría la atención en exceso. Justo cuando estaba a punto de entrar de nuevo en casa la puerta se abrió. Él le sonrió abiertamente, sin duda no era puro formalismo, en su mirada se percibía la alegría sincera de quien recibe una grata visita. Entonces, vio algo que la dejó estupefacta. No podía creer lo que veía, era incapaz de pestañear, y su boca permanecía abierta reflejando lo insólito para ella de aquella escena. En ese momento lo comprendió todo: por qué su actitud impasible ante el chófer agresivo, también de aquella noche en que le gritó pidiendo su ayuda, ¡y su gesto de silencio con el bebé cuando el móvil sonaba escandalosamente!

En el salón, tras la puerta, un grupo de amigos charlaban animadamente, en un continuo silencio, que se interrumpía ocasionalmente con alguna carcajada. Sus manos se movían grácilmente con una serie de gestos incomprensibles para ella. Aquella noche supo que, las cosas no siempre son lo que parecen, y además aprendió, a ver una voz. La de aquel grupo de amigos sordos que desde aquel momento entraron a formar parte de su vida.
Mara Cabello 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario