domingo, 4 de noviembre de 2012

Un ronroneo blanco


El cuento de esta semana de Fran Garcerá es un relato fantástico, pero surge de un personaje secundario de Pío Baroja. Creativa intertextualidad, escritura sensible que es una prolongación de la lectura.

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“Había una mujer que guardaba constantemente en el
regazo un gato blanco. Era una mujer que debió haber
sido muy bella, con ojos negros, grandes, sombreados,
la nariz algo corva y el tipo egipcio. El gato era, sin
duda, lo único que quedaba de un pasado mejor.”

Pío Baroja
“EL árbol de la ciencia”


Entró por la ventana, aunque nunca supimos de donde vino. Las cortinas fueron testigo. Esas telas rojas tan caras, pagadas a plazos en el secreto de cada principio de mes, fueron cuarteadas, rajada su fina seda, sacados sus hilos como miles de pequeños bigotes atentos a cualquier corriente de aire. Su maullido estridente me sacó de la sorpresa al encontrar semejante espectáculo. Algo negro, repelente, pegajoso y escuálido se acercaba a mis pies con paso inseguro. No pude evitar reírme. Lo cogí separándolo lo máximo posible de mi vestido y lo llevé a la bañera. Su vida bajo los automóviles estacionados lo había revestido de grasa y alquitrán o eso pensé, puesto que no sabía nada de él. No le hacía remilgos al agua, parecía hasta agradarle, así que froté y froté hasta que el negro fue gris y el gris quedó blanco.

Al secarlo descubrí que su pelo era largo, agradecido, hasta sería sedoso después de unos cuantos lavados más. Era chato hasta casi perder su nariz, de grandes bigotes y porte magnánimo. Sus ojos en cambio no eran gran cosa. Amarillos, casi completamente redondos y con una gran pupila negra que se dilataba y contraía a su antojo. Mi marido a regañadientes aceptó que se quedase en casa, pasando por alto la destrucción de las cortinas.

Esa noche, cuando la única sirvienta que teníamos puso la cena sobre la mesa, la comimos en silencio. Las perdices estaban un poco secas para mi gusto, pero con la salsa podían pasar. El vino parecía picado, pero tampoco dije nada. En esta casa las noches eran siempre calladas, quedas como el dormir de un niño. Luego, pasamos al pequeño salón donde ambos leíamos solo iluminados por el titilante brillo de la chimenea. Esa fue la primera vez que lo oímos, sordo, vibrante, acercándose a nosotros. Casi una erre que invadía nuestros tímpanos hasta la exasperación. Ambos nos giramos hacia la puerta y allí estaba, blanco y hasta petulante, observándonos como si nada pasase. Como si romper el silencio ajeno no fuese una clara invasión territorial. En dos saltos había trepado en mi regazo y de pleno goce, clavaba sutilmente las uñas en mis muslos. Mientras yo le acariciaba, el gato observaba a mi marido fijamente mientras este le devolvía la mirada por encima de las gafas de lectura. De repente, el felino clavó los ojos en mí y no pude menos que sobrecogerme.

Desde ese día y en los meses que siguieron todo cambió para mí. Ese ronroneo no se acababa nunca, ni siquiera cuando por las noches intentábamos conciliar el sueño. Contrariamente a toda costumbre nuestra, comenzamos a dar pequeñas fiestas para intentar sobreponernos durante algunas horas a esa vibración inagotable. Al principio pareció funcionar, pero cuando el animal cogió confianza en ese entorno, se paseaba como si la reunión fuese en su honor, ocupando los mejores sitios y los cojines mas mullidos, pero nunca ningún regazo, solo el mío. No podía menos que regodearme para mi sorpresa.

A mi marido comenzaron a crispársele los nervios. No dormía bien, no tenía ni un momento de sosiego en casa, ni siquiera hacíamos el amor. Sorprendía al gato siempre en sus momentos de travesura: arañando un sofá de piel, el tapizado de una silla, la puerta de un armario. Había pelos por todos lados, incluso si mirabas atentamente hacia a alguna luz, los podías ver pasar como navegando por las corrientes de aire de la casa. Yo en estos casos siempre le decía que en mi presencia nunca lo hacía, todo lo contrario. Fue lo peor que hice. A partir de entonces, él lo tomó como pequeños actos de guerra y aprovechaba para darle puntapiés cuando yo no lo veía. El clímax llegó la noche en que, dando una pequeña fiesta, observó que los canapés de la bandejas tenían algo extraño, como pequeñas hendiduras que les daban un aspecto algo malsano. Lo siguiente que oí fue un grito y a mi marido saliendo disparado de la cocina agarrando al gato por el pellejo del cuello. Lo había sorprendido sobre la mesa probando meticulosamente la comida que luego se serviría.

Estaba decidido a echarlo de casa y, claro está, yo me interpuse. Era quizá la primera vez que le levantaba la voz. Por ello mi marido, sorprendido, pareció volver a la tierra y observar como el resto de invitados le miraba con severidad y reprobación en sus caras, pues el tierno animalito, no tenía para ellos culpa de nada. Acorralado como un ratón por la actitud del gato y las miradas de los invitados, mi marido comenzó a dirigirse lentamente y de espaldas hacía la puerta, sin dejar de mirarnos.

- ¡Pues quédate tú con el gato de mierda! – y me lo arrojó por el aire hacia la cara. Escuché un portazo y desapareció.

Todos los invitados fueron marchándose también entre risas quedas, miradas casi complacientes. Al final, me quedé allí sola en medio del salón, con el gato entre los brazos. No sé cuantos segundos pasaron hasta que fui consciente de que aún respiraba. El ronroneo era más fuerte que nunca, llegaba a toda la casa y yo estaba sola, o casi, en medio del salón.

Las pertenencias de mi marido desaparecieron una mañana en la que yo no me encontraba allí. La casa quedó medio vacía. Por suerte, mi gato no estaba allí, si no su destino habría sido incierto. Hacía días que había decidido salir con el animal metido en mi bolso y a él, lejos de incomodarle parecía encantarle, pues su ronroneo se dejaba oír por todas las calles y dentro de todos los establecimientos. No me costó mucho acostumbrarle a comer conmigo en la mesa o a que durmiese junto a mí tapado por el edredón. Mientras me duchaba, él también ronroneaba desde fuera para que supiese que estaba allí.

Hasta que un día, decidí no salir más de casa. Había visto a mi marido varias veces pasar por delante a través de las ventanas, seguirme por la calle. Esperar, al fin y al cabo, el momento en el que poder vengarse del gato y yo no podía permitirlo. Mandé cambiar todas las cerraduras. Necesitaba entonces escuchar a todas horas su ronroneo, pues así sabía que estaba bien. Sino una opresión se depositaba en mi pecho y ponía la casa patas arriba hasta encontrarlo, quizá bajo una cama o acechando a pajarillos tras el cristal. Entonces lo sentaba en mi regazo y lo acariciaba con fuerza hasta conseguir que emitiese el ansiado rumor.

El problema era que el animal no podía ronronear de forma constante todo el día y toda la noche. Así que comencé a recoger a todo gato, blanco eso sí, que veía por la calle o que se vendía en las tiendas. Era normal darles un hogar, sinceramente. Llegué a un máximo de incontables gatos, pero el murmullo era constante todo el día y sobre todo por la noche, cuando me dormía arrullada por todos los gatos que dormían bajo mi edredón, protegidos del frío.

Mi criada observaba todo lo que ocurría y mantenía a mi marido informado. Yo no era ajena a esto. Lo que no me esperaba fue el día que irrumpieron en mi casa vestidos de blanco como apariciones. Me sacaron a la fuerza suspendida en el aire. Me ataron con correas mientras veía desesperada como mis pequeños huían despavoridos por la puerta principal abierta. Recuerdo un pinchazo y poco más. Desperté en un pabellón de mujeres con enfermedades de la calle y el puerto, todas estábamos mezcladas y por la noche el silencio me ahogaba sin dejarme dormir. La única que me visitaba era mi criada, que apenada por mi estado me trajo, oculto en su bolso, el único gato que había quedado en la casa oculto en una alacena. No tenía el pelo largo, ni era chato, ni majestuoso. <<Ese gato fue el primero que huyó nada más abrirse la puerta, señora>>, me informó como dolida la criada. No obstante, cuando comenzó a ronronear todas mis inquietudes desaparecieron y hubiese tenido el coraje necesario para huir de allí, de no ser porque no podía volver con él a casa, donde había vuelto mi marido.

De modo que me quedé allí con él haciéndome la enferma, escondiéndolo bajo la cama cuando venía el terrible doctor que nos trataba. Subiéndolo después a mi regazo y escondiéndolo bajo mi edredón por la noche, día tras día hasta que lo descubrieron. Dos lágrimas silenciosas rodaron por mi cara cuando el animalito fue atrapado y se lo llevaron a su suerte. A mí me sacaron a tirones de la cama y me subieron a la buhardilla, que hacía las veces de celda para castigar cualquier atisbo de mal comportamiento. Me dejaron allí sola, rodeándome las rodillas. El silencio era brutal esa noche. Tanto que no reconocí el conocido rumor hasta que hubo inundado toda la buhardilla. No había ningún gato, era yo la que ronroneaba. Yo, rompiendo el silencio. Yo, vibrando la garganta. Y lo juro, ronroneé tan fuerte, que las enfermas de todos los pabellones no pudieron dormir en toda la noche ni en las siguientes. Y aún se dice, que las paredes guardan mi eco.
Fran Garcerá 2012

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