El cuento de esta semana de Fran Garcerá es un relato fantástico, pero surge de un personaje secundario de Pío Baroja. Creativa intertextualidad, escritura sensible que es una prolongación de la lectura.
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“Había una mujer que guardaba constantemente en el
regazo un gato blanco. Era una mujer que debió haber
sido muy bella, con ojos negros, grandes, sombreados,
la nariz algo corva y el tipo egipcio. El gato era,
sin
duda, lo único que quedaba de un pasado mejor.”
Pío Baroja
“EL árbol de la ciencia”
Entró por la ventana, aunque nunca supimos de
donde vino. Las cortinas fueron testigo. Esas telas rojas tan caras, pagadas a
plazos en el secreto de cada principio de mes, fueron cuarteadas, rajada su
fina seda, sacados sus hilos como miles de pequeños bigotes atentos a cualquier
corriente de aire. Su maullido estridente me sacó de la sorpresa al encontrar
semejante espectáculo. Algo negro, repelente, pegajoso y escuálido se acercaba a
mis pies con paso inseguro. No pude evitar reírme. Lo cogí separándolo lo
máximo posible de mi vestido y lo llevé a la bañera. Su vida bajo los
automóviles estacionados lo había revestido de grasa y alquitrán o eso pensé,
puesto que no sabía nada de él. No le hacía remilgos al agua, parecía hasta
agradarle, así que froté y froté hasta que el negro fue gris y el gris quedó
blanco.
Al secarlo descubrí que su pelo era largo,
agradecido, hasta sería sedoso después de unos cuantos lavados más. Era chato
hasta casi perder su nariz, de grandes bigotes y porte magnánimo. Sus ojos en
cambio no eran gran cosa. Amarillos, casi completamente redondos y con una gran
pupila negra que se dilataba y contraía a su antojo. Mi marido a regañadientes
aceptó que se quedase en casa, pasando por alto la destrucción de las cortinas.
Esa noche, cuando la única sirvienta que
teníamos puso la cena sobre la mesa, la comimos en silencio. Las perdices
estaban un poco secas para mi gusto, pero con la salsa podían pasar. El vino
parecía picado, pero tampoco dije nada. En esta casa las noches eran siempre
calladas, quedas como el dormir de un niño. Luego, pasamos al pequeño salón
donde ambos leíamos solo iluminados por el titilante brillo de la chimenea. Esa
fue la primera vez que lo oímos, sordo, vibrante, acercándose a nosotros. Casi
una erre que invadía nuestros tímpanos hasta la exasperación. Ambos nos giramos
hacia la puerta y allí estaba, blanco y hasta petulante, observándonos como si
nada pasase. Como si romper el silencio ajeno no fuese una clara invasión
territorial. En dos saltos había trepado en mi regazo y de pleno goce, clavaba
sutilmente las uñas en mis muslos. Mientras yo le acariciaba, el gato observaba
a mi marido fijamente mientras este le devolvía la mirada por encima de las
gafas de lectura. De repente, el felino clavó los ojos en mí y no pude menos
que sobrecogerme.
Desde ese día y en los meses que siguieron
todo cambió para mí. Ese ronroneo no se acababa nunca, ni siquiera cuando por
las noches intentábamos conciliar el sueño. Contrariamente a toda costumbre
nuestra, comenzamos a dar pequeñas fiestas para intentar sobreponernos durante
algunas horas a esa vibración inagotable. Al principio pareció funcionar, pero
cuando el animal cogió confianza en ese entorno, se paseaba como si la reunión
fuese en su honor, ocupando los mejores sitios y los cojines mas mullidos, pero
nunca ningún regazo, solo el mío. No podía menos que regodearme para mi
sorpresa.
A mi marido comenzaron a crispársele los
nervios. No dormía bien, no tenía ni un momento de sosiego en casa, ni siquiera
hacíamos el amor. Sorprendía al gato siempre en sus momentos de travesura:
arañando un sofá de piel, el tapizado de una silla, la puerta de un armario. Había
pelos por todos lados, incluso si mirabas atentamente hacia a alguna luz, los
podías ver pasar como navegando por las corrientes de aire de la casa. Yo en
estos casos siempre le decía que en mi presencia nunca lo hacía, todo lo
contrario. Fue lo peor que hice. A partir de entonces, él lo tomó como pequeños
actos de guerra y aprovechaba para darle puntapiés cuando yo no lo veía. El clímax
llegó la noche en que, dando una pequeña fiesta, observó que los canapés de la
bandejas tenían algo extraño, como pequeñas hendiduras que les daban un aspecto
algo malsano. Lo siguiente que oí fue un grito y a mi marido saliendo disparado
de la cocina agarrando al gato por el pellejo del cuello. Lo había sorprendido
sobre la mesa probando meticulosamente la comida que luego se serviría.
Estaba decidido a echarlo de casa y, claro
está, yo me interpuse. Era quizá la primera vez que le levantaba la voz. Por
ello mi marido, sorprendido, pareció volver a la tierra y observar como el
resto de invitados le miraba con severidad y reprobación en sus caras, pues el
tierno animalito, no tenía para ellos culpa de nada. Acorralado como un ratón por
la actitud del gato y las miradas de los invitados, mi marido comenzó a
dirigirse lentamente y de espaldas hacía la puerta, sin dejar de mirarnos.
- ¡Pues quédate tú con el gato de mierda! – y
me lo arrojó por el aire hacia la cara. Escuché un portazo y desapareció.
Todos los invitados fueron marchándose
también entre risas quedas, miradas casi complacientes. Al final, me quedé allí
sola en medio del salón, con el gato entre los brazos. No sé cuantos segundos
pasaron hasta que fui consciente de que aún respiraba. El ronroneo era más
fuerte que nunca, llegaba a toda la casa y yo estaba sola, o casi, en medio del
salón.
Las pertenencias de mi marido desaparecieron
una mañana en la que yo no me encontraba allí. La casa quedó medio vacía. Por
suerte, mi gato no estaba allí, si no su destino habría sido incierto. Hacía
días que había decidido salir con el animal metido en mi bolso y a él, lejos de
incomodarle parecía encantarle, pues su ronroneo se dejaba oír por todas las
calles y dentro de todos los establecimientos. No me costó mucho acostumbrarle
a comer conmigo en la mesa o a que durmiese junto a mí tapado por el edredón.
Mientras me duchaba, él también ronroneaba desde fuera para que supiese que
estaba allí.
Hasta que un día, decidí no salir más de casa.
Había visto a mi marido varias veces pasar por delante a través de las
ventanas, seguirme por la calle. Esperar, al fin y al cabo, el momento en el
que poder vengarse del gato y yo no podía permitirlo. Mandé cambiar todas las
cerraduras. Necesitaba entonces escuchar a todas horas su ronroneo, pues así
sabía que estaba bien. Sino una opresión se depositaba en mi pecho y ponía la
casa patas arriba hasta encontrarlo, quizá bajo una cama o acechando a
pajarillos tras el cristal. Entonces lo sentaba en mi regazo y lo acariciaba
con fuerza hasta conseguir que emitiese el ansiado rumor.
El problema era que el animal no podía
ronronear de forma constante todo el día y toda la noche. Así que comencé a
recoger a todo gato, blanco eso sí, que veía por la calle o que se vendía en
las tiendas. Era normal darles un hogar, sinceramente. Llegué a un máximo de
incontables gatos, pero el murmullo era constante todo el día y sobre todo por
la noche, cuando me dormía arrullada por todos los gatos que dormían bajo mi
edredón, protegidos del frío.
Mi criada observaba todo lo que ocurría y
mantenía a mi marido informado. Yo no era ajena a esto. Lo que no me esperaba
fue el día que irrumpieron en mi casa vestidos de blanco como apariciones. Me
sacaron a la fuerza suspendida en el aire. Me ataron con correas mientras veía
desesperada como mis pequeños huían despavoridos por la puerta principal
abierta. Recuerdo un pinchazo y poco más. Desperté en un pabellón de mujeres
con enfermedades de la calle y el puerto, todas estábamos mezcladas y por la
noche el silencio me ahogaba sin dejarme dormir. La única que me visitaba era
mi criada, que apenada por mi estado me trajo, oculto en su bolso, el único
gato que había quedado en la casa oculto en una alacena. No tenía el pelo
largo, ni era chato, ni majestuoso. <<Ese gato fue el primero que huyó
nada más abrirse la puerta, señora>>, me informó como dolida la criada.
No obstante, cuando comenzó a ronronear todas mis inquietudes desaparecieron y
hubiese tenido el coraje necesario para huir de allí, de no ser porque no podía
volver con él a casa, donde había vuelto mi marido.
De modo que me quedé allí con él haciéndome
la enferma, escondiéndolo bajo la cama cuando venía el terrible doctor que nos
trataba. Subiéndolo después a mi regazo y escondiéndolo bajo mi edredón por la
noche, día tras día hasta que lo descubrieron. Dos lágrimas silenciosas rodaron
por mi cara cuando el animalito fue atrapado y se lo llevaron a su suerte. A mí
me sacaron a tirones de la cama y me subieron a la buhardilla, que hacía las
veces de celda para castigar cualquier atisbo de mal comportamiento. Me dejaron
allí sola, rodeándome las rodillas. El silencio era brutal esa noche. Tanto que
no reconocí el conocido rumor hasta que hubo inundado toda la buhardilla. No
había ningún gato, era yo la que ronroneaba. Yo, rompiendo el silencio. Yo,
vibrando la garganta. Y lo juro, ronroneé tan fuerte, que las enfermas de todos
los pabellones no pudieron dormir en toda la noche ni en las siguientes. Y aún
se dice, que las paredes guardan mi eco.
Fran Garcerá 2012
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