domingo, 11 de noviembre de 2012

Amapola


  El nuevo cuento de Fran Garcerá es simplemente hermosisimo: por la´belleza de su lenguaje, por su ritmo, por sus imágenes, por su sensibilidad, por su melancolía. Y además de todo eso un prodigio de perfección estructural. Muy recomendable.                                                                                                                

       30-05-2005

Sé que no me quedan caminos rectos. Ya no hay carreteras a ningún lado: solo existe un deambular de sombra en sombra. ¿Dónde estás ahora, Carmela? La tierra se encuentra demasiado agrietada para que se marquen tus pisadas, para que pueda seguirlas. Está demasiado húmeda para que pueda hacerla arder y borrar tus huellas. Tuve que haberme dado cuenta antes, pero a veces la esperanza ciega absorbe, no te permite despedirte. En nuestro caso te hizo fingir para que no sufriera, cuando pensaba que era yo quien lo hacía por ti para que no decayeras. Te convertí en mi esperanza, obligándote a cuidar de mí, cuando era yo el que creía que te cuidaba.

Dime Carmela ¿qué hago si tu vida en un segundo se hizo barro y se vino abajo? Tú, que naciste como una semilla, ahora que te has marchado te devuelvo a la tierra   -nunca te atrajo el mármol, frío e impersonal-,  siento que ya no me queda nada más Carmela. Se nos hace muy tarde y yo aún no tengo sueño, no puedo darte las buenas noches y despedirme de ti, ¿dónde has guardado las ilusiones, las alegrías futuras, las ideas confundidas? Has dejado aquí a un viejo prematuro sin alas. Cerraste los ojos y dejé de verlo todo.

Recuerdo como bajaban lentamente tu cuerpo a las raíces, a la oscuridad, al calor húmedo de la putrefacción convertida en vida. Y es que me quedaron tantas cosas por contarte, tantos días por delante para seguir conociéndote, para descubrir cada mañana todos los matices de tu cara, todas tus impresiones, tus tonos de voz, tu forma de comer, de reírte, de beber, de respirar… Nunca podré dejarte marchar porque nunca dejaré de pertenecerte, Carmela.

Me lancé sobre la cajita de cerillas donde intentan contener toda nuestra vida. Soy aún tan feliz por haberte encontrado hace ya tantos años que no logro asimilar que ya no estarás aquí. Aplasté la mejilla contra la frialdad de la madera pulida y barnizada, sollozando, solo logré articular unas tontas palabras, insuficientes para todo lo que te hubiese dicho y que ni siquiera ahora soy capaz de recordar.  Fuimos unos incrédulos, pensando que éramos ganadores. Ojalá nos hubiéramos dado cuenta antes que la vida es la única que gana… pasa a mejor vida.

Unas manos, unas caras borrosas, me retiraron de tu lado. Así estaba de roto. Solo me queda tu recuerdo que me ata a la vida, cada día que vivo es un día menos para poder encontrarme contigo.

Mi vida se detuvo con cada pala de tierra que derramaban sobre ti. Hasta pronto, Carmela.


                                                                                                               28-03-2004

Si me hubiesen dicho hace un año que el veneno era capaz de curar, nunca lo hubiese dado por cierto. Era tan cruel e impensable lo que estaba ocurriendo, que no era capaz de asimilarlo. Puede ser que tú ya sospecharas algo pero no quisieras decirme nada. También es verdad, que nunca te gustaron los médicos y los evitabas a toda costa.

A veces tendemos a pensar solo aquello que nos conviene. Vemos a las personas de nuestro alrededor felices. Nosotros estamos felices. Pensé realmente, sin ningún tipo de duda, que estabas embarazada. Tus molestias nocturnas, tu falta de atención a todo aquello que te rodeaba, tu poco apetito y tus nervios. Para mí, todo estaba claro.

Por ello, la noche en que te sentaste a mi lado, me cogiste de las manos para decirme algo importante no presté la debida atención a todos los detalles. Las manos como un témpano, tus ojos tan fijos en los míos, como si buscases un punto de apoyo en la ardua prueba que se te venía encima. Pero nada, todo lo entendí después.

Cáncer. Maldita sea esa palabra, esa enfermedad, ese insulto en las entrañas que vuelve el cuerpo en tu contra. Me quedé atrapado en un estado indescriptible. Pensé que eras aún demasiado joven, ni siquiera acababas de pasar la treintena. Yo, yo y yo. Sólo pensaba en mil excusas que eliminaban la enfermedad de nuestras vidas, que volverían las cosas al estado anterior, pero no podía decirte ninguna de ellas. Ahora entiendo el frío en tus manos, tus ojos completamente dilatados. Tenías miedo, tanto miedo.

Empezaste un duro tratamiento para eliminarlo de tu cuerpo, aunque creo que lo hiciste más por mí que por ti. Tú siempre pensaste que las cosas un día u otro debían llegar a su fin. Las flores te habían enseñado que podían resistir a los más inclementes inviernos, a los más secos veranos e incluso a la más temible plaga, pero que en un momento indeterminado, más tarde o más temprano, en su plenitud o en su decadencia, todo pasa a otro ciclo. Me parecía paradójico e insoportable que en una mujer que rebosaba tanta vida, precisamente fuera su propia primavera alojada en su matriz, la que se estaba volviendo contra ella.

Las rosas en el invernadero estaban llenas de pulgón, los geranios comidos por gusanos, tu tronco de Brasil estaba seco y las enredaderas por el suelo. Los pensamientos, que a ti te resistían tanto tiempo, morían a los pocos días de plantarlos. Los claveles se habían quemado de tanto calor y podredumbre. Tu azucena, seca. Tu madreselva, errática. Tu romero, hierbabuena, tomillo y albahaca… todos sin una pizca ya de olor y con sus hojas alfombrando el suelo.

Tú tenías los labios llenos de llagas, sentías tu cuerpo ultrajado por el gotero y por el calor que bajaba por él y te inflamaba. Te hacia arder, te quemaba por dentro. No creías por tu vida tan ligada al campo que el fuego pudiese arreglar nada. Pero yo te sostenía la mano y te empujaba a seguir adelante siempre, hasta que al cabo de unos meses de sufrimiento, tu mal se ha vaporizado, se ha quedado atrás en ese fuego que ya no te devorará las entrañas nunca más.

Has vuelto curada a casa y lo primero que has hecho es ir a tu invernadero. Te has dirigido hacia la rama de olivo que habías traído como único recuerdo del pueblo y tu vida anterior, y con sorpresa, vimos como parecía que en la punta misma, intentase salir de su letargo un débil retoño de lo que luego sería una hoja. De pronto, has dejado la rama y para sorpresa mía, me has besado apasionadamente.

Soy, en este momento, inmensamente feliz.


                                                                                                                           05-06-1994

Sé que nunca podrías olvidar el campo, sobre todo tu jardín. Así que quise traerte una pequeña parte a tu nueva casa. Cuando viste el piso por primera vez, nunca imaginaste que al final la última puerta por abrir iba a sorprenderte tanto. Te hice cerrar los ojos y que únicamente con las manos fueras tocando lo que había preparado allí para ti, aunque no conté con que los olores que habías aprendido a reconocer desde niña desbaratarían casi toda la sorpresa.

No podías creer que tus sensaciones de siempre, qué tanta luz, qué tantos recuerdos estuviesen allí plantados en pequeñas macetas. Partes de tu jardín estaban repartidas por toda la estancia, esperando a que las dispusieras a tu antojo. Fue un respiro para ti. Te pasaste toda la tarde hablando con ellas, oliéndolas, regándolas, compartiendo tus nuevas emociones y ordenándolas en tu cabeza.

Esa noche soñé que estábamos de nuevo en el campo alrededor de tu casa. Estabas frente a mí, yo al borde del camino y tú rodeada de maleza. Era el campo de amapolas que tanto amabas y la noche le daba un aspecto totalmente nuevo. Se empezó a oír un tocar de palmas y se notaba que tú sentías el ritmo en tu cuerpo y comenzabas a moverte. El ritmo comenzaba a acelerarse y el movimiento de tu cuerpo iba a su compás. Sentías, sentías la vida más y más fuerte, un batir tan intenso que cortejabas a tu propio corazón con un ritmo más frenético que el de la juventud. Y cada vez más deprisa, deprisa, deprisa…

Desperté sobresaltado. Estaba despuntando el día y ya te habías levantado de la cama, aunque tu lado aún seguía algo tibio. Me encanta abrir los ojos cinco minutos después de que tú ya te hayas marchado y buscarte por toda la casa, aún sabiendo donde te encuentras. Tropezarte en el invernadero, sentada justo en medio de toda la exuberancia que habías conseguido hacer crecer, meditando en un idioma que no entiendo, concentrada y relajada. A veces intentas explicarme que es lo que recitas, en qué se basa un mantra, pero pensamos de forma distinta. Te atiendo guardando tu voz en mi cabeza. No obstante cuando abres los ojos medito contigo en mi mirada, me concentras y me relajas. Eres mi buen día todos los días.

Luego de desayunar yo también me he encerrado a crear vida pero en papel. Quizá sea más un desahogo o una necesidad personal que un trabajo. Tú, como tantas veces, te has acercado sigilosamente por detrás, vestida completamente de calle y con una bolsa de semillas de amapola en la mano. Era ya mediodía. Te inclinas en medio de mi mundo personal y sonríes. No te gusta la poesía, ni siquiera te gusta leer. Siempre me criticas cariñosamente cómo soy capaz de describir las flores en su más mínimo detalle, pero que era incapaz de crearlas de la nada, de traer su aroma al ambiente a la par que recitaba. Quizá esta pequeña libreta de anotaciones e impresiones, de memoria y recuerdo, sería más de tu gusto. No lo sé.

Sé que estabas últimamente algo indispuesta, porque ni siquiera tú puedes tener una obra perfecta en tu pequeño trozo de campo acristalado: plantas las semillas, las amas, les das tu aliento y tu calor corporal, tienes siempre en cuenta cuando debes proveerlas de agua, de alimento, y al cabo de un tiempo, germinan y comienzan un largo proceso hasta que te regalan una flor. Pero al contrario que las amapolas que te cubrieron tu infancia y adolescencia, estas solo florecen un día. Al siguiente, los pétalos se han derramado y el tallo languidece. Siempre dices que no lo comprendes. Sigues empeñada en que es por error tuyo.

Yo siempre he creído que no aguantas la putrefacción y que sólo consientes que la única planta que este sin vida en tu pequeño jardín sea esa rama de olivo que trajiste del pueblo. Para mí Carmela no puedes resistir que las amapolas brillen sólo un día.  En cambio, no te das cuenta de que eres consuelo con tu perfume de campo, tu agua de rocío, tu olor a flor recién abierta. La ciudad se adorna con tu presencia.


                                                                                                              07-04-1993

Estabas más hermosa que nunca, más transparente, frágil. Era el día más feliz de todos los que he pasado contigo. Fuimos a que me enseñaras como tantas veces uno de tus lugares predilectos para recoger una de tus flores o de tus plantas aromáticas. En este caso era romero y cuando llegamos allí no podía creerme que hubiese plantas aromáticas que sobrepasasen mi cabeza, tan acostumbrado como estaba a verlas a la altura de mi pantorrilla.

Todas estaban cargadas de flores lilas, pequeñas campanillas erguidas hacia el aire, preñadas de un verdadero enjambre de abejas inquieto por el precioso néctar que allí se les ofrecía. Yo, francamente, estaba aterrorizado, me había quedado como petrificado. Tú no me obligaste a moverme, pero no me avisaste de que no te detenía nada.

Te sumergiste en la nube de insectos y tu vestido blanco quedó cubierto por decenas de ellos. Solo podía escuchar el horrible zumbido y estaba seguro de que si necesitabas mi ayuda y gritabas, sería incapaz de oírte. Pero las abejas, como si te reconociesen, te tocaban y se quedaban prendadas de ti. Recogiste todo el romero que te vino en gana y cuando llegaste de nuevo hasta donde yo me había quedado, solo una abeja quedaba en tu oreja como susurrándote y tú sonreías.

Tuviste que llevarme de la mano hasta una acequia próxima y me sumergiste las manos junto a las tuyas, luego mojaste mi frente y tras humedecerte los labios, me besaste. Eso me hizo recobrar un poco el ánimo y ser consciente de dónde estaba, de que los zumbidos solo eran un eco en mi cabeza y allí ya no había ningún resto del enjambre. Parpadeé un par de veces y me di cuenta de que estabas sumergida en la acequia. Como un tonto me dispuse a seguirte, pero tú ya estabas fuera esperándome, secándote bajo un olivo gigantesco.

Me aproximé a ti despacio, como un animal que acecha. Estabas totalmente quieta, expectante. Tu vestido era solo una gasa que no dejaba imaginar nada: eras exuberante, y si lo sabías no te avergonzabas de ello. Carmela empezó a bailar a mí alrededor y destilaba mistela, era dulce su sudor. Te aferré entonces de las manos y las recogí dentro de las mías, había tanto que mirar en tus ojos que no podía detenerme. Me besaste de nuevo y en ese beso había una promesa agazapada como una semilla. Me besaste y me partiste para siempre el alma.

Te despediste ese día de todo y decidiste venir conmigo. Por primera vez en tu vida creo te sentiste perdida pero callaste, henchida de miel y romero, los sentidos regocijados por la promesa de toda una vida juntos.


                                                                                                               01-05-1991

Hoy he descubierto mil cosas sobre ti. Hace dos semanas que decidí salir temprano y recorrer el pueblo arriba y abajo e incluso llegar de nuevo hasta la finca, pero nada. He estado deambulando como un loco. Mientras tanto también estudiaba a sus gentes.  Pero no fue hasta esta mañana que decidí que ya que no era capaz de dar contigo por la calle, te encontraría en las lenguas y los recuerdos de los demás.

No sé si fue una elección pésima. Para comenzar, solo con decir tu nombre, sus ojos se abrían inesperadamente en un rápido reflejo que tus vecinos pretendían que fuera imperceptible.

Eras quizá la muchacha más famosa de todo el lugar, pero parecías ser mil “Carmelas” en una sola, o una sola Carmela con mil caras distintas: habías abandonado el colegio muy pronto para cuidar de tu madre enferma del corazón hasta que murió. Tuviste que ponerte a trabajar porque también tu padre había fallecido. Remplazaste el lugar de tu madre como vendedora de flores, conocías todos los recovecos de los montes donde crecían el tomillo y el romero, las margaritas y las rosas silvestres, además del jardín que cuidabas y rodeaba tu casa a las afueras del pueblo. Solo aparecías por este en las ocasiones importantes, en las celebraciones y desgraciadamente  para tus vecinos en las fiestas de guardar, haciendo la obligada penitencia más laboriosa.

Eras entonces vendedora de flores, además de bruja, asilvestrada, una perdida, una desgastada y una cualquiera, aunque cuando preguntaba, podía ver en los ojos de los hombres que su pasión por ti nunca se había visto saciada, así que solo eran habladurías. Por las noches decían que bailabas desnuda por los campos y que cuando alguien estaba en su cama, a punto de morir, tú pasabas por el pueblo como un fantasma envuelta en la niebla, dejando flores en la puerta de su casa. ¿Qué creer y qué no? Si eras realmente así tenía que conocerte aún con más urgencia. Eras única.

Me indicaron como llegar hasta tu casa y salí justo por el lado contrario del pueblo donde se encontraba la finca en la que semanas atrás te había visto bailar. Caminé a las horas más inclementes del mediodía y el horizonte se desdibujaba en una línea irregular que distorsionaba la imagen. Parecía que no había fin en el camino, todo tierra y polvo, olivos y lagartijas. Hasta que a lo lejos vi una mancha roja que se iba agrandando a la vez que yo me aproximaba. Lo achaqué a una alucinación provocada por el calor y el largo trayecto, pero me equivocaba: era tu jardín, inmenso, copioso, abundante, repleto de cientos de flores, pero sobre todo, de amapolas. Y en medio de toda esa abundancia estabas tú con un vestido tan fino como el lino y vaporoso como la seda, estampado de colores y un pañuelo blanco en el pelo que justo en ese momento estabas soltando.

Tenías el pelo castaño rojizo, rizado, ondulado o liso dependiendo del día, pero eso me lo explicaste tú después, porque a mí en ese momento me parecía que bailaba con la brisa. Tus ojos tenían una peculiaridad: uno era del color de la arcilla, el otro azul. Me contaste que las viejas del pueblo decían que era porque estabas inclinada a la magia y las lunas de aquelarre. Otras decían que tus padres eran hermanos y las peores que te auguraba un futuro decadente. Pero estos eran los menos, pues todos los demás solo veían tu exotismo como otro rasgo más de tu dulzura.

Podía apreciar cada detalle de ti, porque sin darme cuenta ya había salvado la distancia que quedaba entre el camino y tu jardín, traspasado la verja de madera viva que delimitaba tu hogar y me encontraba a escasos metros de ti. Me observaste sin reservas aferrada fríamente a tus tijeras de podar. Yo, en cambio, no tuve en consideración ese aviso y sin dudarlo cruce la escasa distancia que nos separaba y te cogí de la mano.

Me miraste a los ojos y pensaste que estaba delirando producto de una insolación. Así que me llevaste dentro, sin que representara más peligro para ti. Me cuidaste igual a como hacías con tus plantas: me diste un vaso de agua para que me refrescara y me sentaste a la sombra para que no me quemara. No articulaba palabra, así que a una hora prudencial, cuando el sol estaba más bajo, me acompañaste al hostal. No me sorprendió que supieras donde me alojaba, pues tu nombre, pronunciado por mí tantas veces esas semanas mientras te buscaba, había llegado a ti de planta en planta y de brisa en brisa desde el pueblo.

Esta noche estoy pensando que eres mejor que cualquier historia que se cuente sobre ti.


                                                                                                               15-04-1991

Hoy he llegado al pueblo para olvidar una desilusión. Estoy en esa edad en la que siento toda la vida ante mí, tanto que te nubla el juicio.

He ido hacia el sur, pues cuando pierdes el norte el caminar en dirección contraria es lo más natural y comprensible. Necesito el calor, la abundancia de una aridez que no se ve pero se huele en el ambiente. Un poco de morería en algún rincón de mi sangre, me pedía sentir el recorrer del agua por las antiguas acequias a las horas de más calor.

Así que con mi bohemia de barrio y mis pulmones recién salidos de la universidad, con un cigarrillo tras otro, ocho horas metido en un pequeño coche y el aire entrando por las ventanillas como el agua por las escotillas en un barco que zozobra, he llegado aquí. El sol del mediodía se reflejaba contra el pueblo en sus paredes encaladas, blanco contra luz, calor y claridad, ni un alma por la calle.

A unas horas más acordes he salido del hostal y caminado por calles sombreadas, por las plazas refulgentes de niños y las puertas de las casas abiertas para que el frescor de sus patios interiores acariciase el empedrado de las aceras.

Estoy maravillado. En la libreta que he encontrado en la habitación del hostal, he decidido apuntar todo lo que viva. Mientras anochece, he visto una procesión de gente que salía del pueblo y se encaminaba hacía un cortijo que se intuía desde allí en el horizonte.

Tras ellos, he llegado a un patio enorme custodiado por unas enormes puertas que al igual que los árboles del camino, se encontraban preñadas de brotes verdes. El lado interior de las paredes no era encalado sino también verde por el oleaje de plantas que colgaban de sus macetas y parecían querer saltar el muro, para juntarse con el mar de siembra que chocaba con el vaivén de la brisa a modo de olas y marea contra la pared exterior de la finca.

Algunos ojos me recorrieron de soslayo y mis ojos tantearon a otros tantos, siempre con un disimulo educado, pero en seguida también otras tantas manos pusieron vasos de vino y cerveza a pares en mis manos para acompañar la fresca noche.

Echaban leña al centro de la animada reunión para alimentar la hoguera que estaban encendiendo y durante unos segundos, sólo se escuchaba el crepitar de las llamas.

Ese silencio lejano, se interrumpía por la voz que emergía a través de unas cuerdas y rebotaba en la caja hueca de una guitarra llena, como las puertas del cortijo, de brotes que nacían con una savia hambrienta.

Emergieron de repente y poco a poco, como un murmullo ocasional aquí y allá hasta convertirse en un clamor hipnótico, un palmear de manos a modo de coro con los deseos y las penas de cada uno de los que estaban allí.

Entonces, elegida por la multitud asimismo en una silenciosa votación, emergió frente a la hoguera una muchacha que estaría rozando su mayoría de edad y que al encontrarse de espalda a la hoguera, se desdibujaban sus facciones en la oscuridad y el alcohol.

Taconeaba con un rumor de reloj con segundos propios: << tac…tac…tac, tac, tac, tac, ¡TAC!>>. Levantaba mientras sus brazos, rozando cada centímetro de su torso y cuello. De repente los desplegaba en una parábola de calor corporal como alas de aura desbocada, dorada. Bailaba con la urgencia de quien tiene toda la vida por delante.

 Me llegó su nombre en la brisa, que emergía abrupta y con sorpresa de los pulmones que habían retenido el aire instintivamente contemplándola: Carmela…
Fran Garcerá 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario