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“Ya estamos, mi
vida”, Ana María abrió la puerta y entró en el apartamento con los brazos
llenos de bolsas mientras su hija corrió hacia la televisión, tirando el abrigo
por el suelo. Ana María respiró lentamente y puso las bolsas en la mesa.
“Silvia”, llamó
desde la cocina. “No voy a decírtelo otra vez. No tires la ropa por el suelo.”
Escuchó para oír una respuesta pero Silvia no dijo nada. Ana María corrió hacia
la sala, llena de una ansiedad inexplicable, buscando la voz pequeña y
tranquilizadora de su hija. Cuando entró en la sala, la encontró sentada enfrente
de la televisión, el dedo gordo en la boca. Los ojos estaban vidriosos en la
manera usual de un niño cansado, hipnotizado por el movimiento de las formas y
los colores, las voces graciosas del mundo programado artificialmente en la
pantalla.
Cómo ella amaba
a esa chica, las mejillas sonrojadas y el pelo rubio aplastado un poco en las
sienes con el sudor. Su suéter blanco armonizaba perfectamente con el sofá
blanco y limpio, una niña ideal unida a su casa ideal, mejor, su vida ideal.
Qué normal, qué inevitable todo esto parecía a Ana María mientras recogía el
abrigo del suelo y entró en la cocina para preparar la cena.
Quitó el
capuchón del aceite de oliva y puso unas gotas en la sartén. Tiró el capuchón
plástico en la basura y, dándose cuenta de que estaba llena, quitó la bolsa y
decidió bajar los tres tramos a la calle para que su marido no tuviera que
hacerlo cuando volviera a casa. Cada noche, ella le esperaba a su marido,
Salva, con entusiasmo, pero no demasiado. Verdaderamente, era un buen hombre,
con pelo moreno y rizado y una barba que se convertía en un color casi cobrizo.
Trabajaba duro todos los días, le daba un beso en la cabeza de Silvia cada
noche antes de que Ana María le leyera unos cuentos, y Ana María lo amaba justo
hasta el punto punto que le hacía sentir cómodo.
Realmente, ella
no podía recordar exactamente cómo se habían conocido. Por supuesto, habían
tenido amigos en común pero su relación había empezado de una manera diferente
que sus relaciones anteriores. Con sus novios de la adolescencia, el
enamoramiento había sentido como corriendo hacia el mar frío: repentino,
electrizante y siempre un poco doloroso. Sin embargo, enamorarse de Salva había
sido más como deslizarse en una bañera de agua tibia cuando estaba resfriada:
tan cómodo y natural, casi inevitable, que, de repente, eran novios y en breve,
marido y mujer. Pero eso no es decir que ella no lo amaba, porque, sí, a ella
le gustaba la sensación de su barba incipiente justo a la mejilla antes de
acostarse y estaba de acuerdo cuando él se quejaba sobre su jefe o la política,
y esto era suficiente para los dos. Lo más importante, por lo menos para ella,
se había convertido la felicidad colectiva de la familia, no sus propios deseos
o antojos.
Sí, esto es lo
que estaba pensando Ana María cuando se puso de pie en un charco del agua, casi
en la mitad del segundo tramo, y resbaló. Patinó en la espalda, la bolsa de
basura arrastrada detrás de ella, hasta la
base del tramo, la cabeza golpeando cada peldaño.
Cuando recuperó
la consciencia, rodeada por la basura, ella sintió un dolor intenso en el
cuello. Mientras se puso en guardia, tocó el cuello, donde se detenía el pelo y
empezaba la espina: el cruce donde se enfrentan la trivialidad de la apariencia
exterior y la importancia llamativa de la estructura interior. Se movieron los
dedos lentamente, buscando la fuente del dolor. Por segunda vez ese día, Ana
María tuvo un sentido arrollador de la inquietud e intentó atribuirla a la
caída y la perdida breve de la consciencia. Continuó tocándose el cuello y sólo
encontró una cantidad nauseabunda de sangre.
¿Por qué había
decidido bajar con la basura? ¿Había recogido el abrigo de Silvia? ¿Y cómo,
cómo, cómo había conocido a este hombre que se llama su marido?
De repente,
ella encontró lo que sintió como un trozo metálico atascado profundamente cerca
de la base del cuello. Intentó quitarlo y el trozo zumbó entre los dedos.
Planteó las manos en el suelo y trató de recuperar la compostura. Otra vez,
tocó el trozo y -zzzz-, ella sintió un pulso de la electricidad, como si la
sangre hubiera llevado su ansiedad interior afuera y hubiera cubierto el trozo
con la angustia.
“Uno, dos,
tres”, ella dijo, “estás actuando como una loca”.
Quitó el trozo
del cuello y lo tiró al suelo, donde podía verlo pero no tenía que tocarlo.
Tenía una apariencia más oficial que ella había anticipado. Había imaginado que
era un trozo dentado y oxidado, esto habría tenido más sentido que el chip
pequeño y plano frente a ella.
Alcanzó
febrilmente el chip, que estaba dejando de zumbar lentamente. Limpió la sangre
y le dio una vuelta delicada entre los dedos, intentando convencerse a sí misma
de que quizás hubiera encontrado un chip informático de uno de sus vecinos,
dejado en el tramo por accidente. La otra opción, que este objeto metálico y
artificial no había entrado en el cuello, sino que había salido del cuello, era demasiado extraña.
Sin embargo,
limpiando la sangre, ella podía ver el chip más claramente y perdió alguna
esperanza de la racionalización. Grabado en el chip en letra clara y pequeña,
ella leyó: “Modelo 00009: Esposa/madre © 2006”. 2006: el año en que Ana María
y Salva se casaron. Sentada en el suelo azulejo y frío, rodeada por la basura,
cubierta de rasguños por toda la espalda, y la sangre goteando del cuello y los
dedos, ella pensó en su boda perfecta, blanca. ¿Cómo se había conocido Salva,
quien ahora le parecía a ella como un desconocido?
Mackenzie Libbey 2013
El fotograma de Blade Runner procede de www.urbanfire.es
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