miércoles, 23 de octubre de 2013

La edad de los teléfonos alámbricos

Hubo una época cuando todos los teléfonos tenían cables. Había que quedarse en casa para esperar una llamada. A la protagonista de este cuento de Sylvia Simioni le fascinan estas huellas del pasado, y lo que imagina de las formas de vivir que implicaban.

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Solía ​​haber algo romántico en ellos. La forma en que envuelve el cable alrededor de nuestros dedos, o cuando se cuelga en un gancho de la pared y nos apretamos la cabeza contra ella, tal vez porque estábamos cansados ​​o porque la persona en la otra línea había compartido unas noticias graves: las facturas que siguen sin pagar, la muerte de un tal Valiente, la mascota fiel, o el tedio de vivir en el vacío, en el margen. ¡Que maravilla es existir!, aunque sea a medias. Que gusto es sentir el calor, aunque el aire permanezca asfixiante.

Esto fue lo que pensó Verona, chica de veintitantos años de edad, desprendida pero preñada de simpatía por todo aquel que sigue en la lucha de la vida.

Cuando Verona habla con alguien por teléfono durante un período prolongado, ella se lo pasa vagando por la sala, caminando alrededor de una mesita de café que mide tres por cuatro pies. Va en círculos hasta que se siente mareada, por lo general después de un minuto o dos, y luego se pasa al siguiente mueble para rodear hasta al punto de caer al suelo. Empieza a caminar alrededor del mostrador en la cocina, coge un trozo de fruta, sus dientes exprimiendo el jugo dorado sobre esas mejillas que desean un aliento cálido. Sigue escuchando tanto como sigue charlando, y cuando se cansa de rodear objetos inanimados, se atreve a circundar a la gente. Verona continúa dando vueltas a sus hermanos, después su madre, y cuando se atreven a burlarse de su conversación que sí, es cierto, es un poco trivial, se acerca a su abuelo sordo. 

Se termina ahí, sin embargo, porque sabe que el viejo está propenso a los ataques de nervios.

A la chica vertiginosa le gustan las casas que son construidas como laberintos sin salida. Hogares donde se puede entrar en la cocina a partir de dos lados o en que se puede acceder la habitación a través del baño sin tener que pasar por el pasillo principal. Imaginaos estos cables telefónicos que atraviesan por los pasillos abiertos, por kilómetros, envolviendo los muebles y las personas, perros y lámparas. Imaginaos todos los televisores, cada percha y sofá momificado en cintas de cobre y otros alambres metálicos que contienen la desesperación y la renuencia. Imaginaos la fiesta que se dan las ardillas suspendidas en las líneas telefónicas que se extienden por toda la ciudad. Dentro de esos tubos finos hay alguien susurrando palabras dulces pero vacíos a su amante. Hay un hombre atrapado en el extranjero con la esperanza de llevar a cabo sus deberes como papá a través del dial rotario.

Y sigue rodeando y hablando Verona. Sigue envolviendo por donde camina.

“Mis cejas necesitan un recorte,” dijo la voz al otro lado del alambre.

“Sabes, yo siempre he pensado, cada vez que te sientas solo, recuerda que siempre tendrás los ácaros de polvo en las cejas para hacerte compañía.”

Le pareció gracioso a Verona la imagen. Mantener la cara limpia era un proceso intimo, algo necesario y a la misma vez no. Se sintió de repente nostálgica de su abuelo sentado en su silla de ruedas, pero eso sí, sonriente con esos enormes dentaduras, con las cejas tan grandes y largas que llegan a unirse junto a su bigote.

Pobre niña que siempre siente nostalgia por algo que nunca ha vivido. Mientras hablaba con la voz al otro extremo de la oleada eléctrica, siguió dando vueltas a los postes de su cama, luego al tocador y su escritorio, como si hubiera una araña tejiendo su tela, lista para capturar su próxima víctima -tal vez ella misma. Se dirigió hacia la terraza del patio, moviéndose como espía por las grietas disponibles. 

“¿Por qué eres tan tibia, Verona? Eres tan observadora de los demás que olvidas vivir tú misma. ¿Por qué tanta obsesión con los recuerdos que nunca fueron tuyos?

Mira hacia delante y ve una serie de campamentos situados a lo largo de la sierra, lejos del urbe.

“Es que me siento como si debería estar viva durante otro siglo. Esta época, o este lugar hecho de concreto y vidrio, no es para mí. Extraño lo que no conozco. El ritmo más lento, el estilo de vida más tranquilo. Quiero ir al desierto y encontrar el oasis de Canaán de hace miles de años. La Amazona humeante como los conoció los Inca. Ahí, donde los colores son sepia y las escenas son marcadas con parpadeos y carteles de diálogo, es donde quiero ir… No sé.

“No me alcanza la energía de vivir por mi propia cuenta. No sé, me gustaría un apretón, un shok eléctrico. ¡Me gustaría—”

Y listo.

Mientas Verona continuó su rollo del sentimentalismo al borde de falta de sentido, envolvió sus piernas con los benditos cables, obligándola a caer encima de sus tobillos y sobre la repisa, hacia la acera que esperaba ser pasto. Se rompió la cabeza  y quedó con una sonrisa que denotaba lo que podría haber sido la tipa si se desenredaba del maldito teléfono. . Qué aburridos son los soñadores sin iniciativa, ¿no? Ser humano que no vive en el presente, para ellos es mejor el cielo.

Sylvia Simioni 2013

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