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Solía haber algo
romántico en ellos. La forma en que envuelve el cable alrededor de nuestros
dedos, o cuando se cuelga en un gancho de la pared y nos apretamos la cabeza
contra ella, tal vez porque estábamos cansados o porque la persona en la otra
línea había compartido unas noticias graves: las facturas que siguen sin pagar,
la muerte de un tal Valiente, la mascota fiel, o el tedio de vivir en el vacío,
en el margen. ¡Que maravilla es existir!, aunque
sea a medias. Que gusto es sentir el calor, aunque el aire permanezca
asfixiante.
Esto fue lo que pensó Verona,
chica de veintitantos
años de edad, desprendida pero preñada de simpatía por todo aquel que sigue en
la lucha de la vida.
Cuando Verona habla con alguien
por teléfono durante un período prolongado, ella
se lo pasa vagando por la sala, caminando alrededor de una mesita de café que
mide tres por cuatro pies. Va en círculos hasta que se siente mareada, por lo
general después de un minuto o dos, y luego se pasa al siguiente mueble para
rodear hasta al punto de caer al suelo. Empieza a caminar
alrededor del mostrador en la cocina, coge un trozo de fruta, sus dientes
exprimiendo el jugo dorado sobre esas mejillas que desean un aliento cálido. Sigue
escuchando tanto como sigue charlando, y cuando se cansa de rodear objetos
inanimados, se atreve a circundar a la gente. Verona continúa dando vueltas a sus hermanos, después su
madre, y cuando se atreven a burlarse de su conversación que sí, es cierto, es
un poco trivial, se acerca a su abuelo sordo.
Se termina ahí, sin embargo, porque
sabe que el viejo está propenso a los ataques de nervios.
A la chica vertiginosa le gustan las casas que son construidas como
laberintos sin salida. Hogares donde se puede entrar en la cocina a partir de
dos lados o en que se puede acceder la habitación a través del baño sin tener
que pasar por el pasillo principal. Imaginaos estos cables telefónicos que
atraviesan por los pasillos abiertos, por kilómetros, envolviendo los muebles y
las personas, perros y lámparas. Imaginaos todos los televisores, cada percha y
sofá momificado en cintas de cobre y otros alambres metálicos que contienen la
desesperación y la renuencia. Imaginaos la fiesta que se dan las ardillas
suspendidas en las líneas telefónicas que se extienden por toda la ciudad.
Dentro de esos tubos finos hay alguien susurrando palabras dulces pero vacíos a
su amante. Hay un hombre atrapado en el extranjero con la esperanza de llevar a
cabo sus deberes como papá a través del dial rotario.
Y sigue rodeando y hablando
Verona. Sigue envolviendo por donde camina.
“Mis cejas necesitan un recorte,”
dijo la voz al otro lado del alambre.
“Sabes, yo siempre he pensado,
cada vez que te sientas solo, recuerda que siempre tendrás los ácaros de polvo
en las cejas para hacerte compañía.”
Le pareció gracioso a Verona la imagen. Mantener la cara limpia era
un proceso intimo, algo necesario y a la misma vez no. Se sintió de repente
nostálgica de su abuelo sentado en su silla de ruedas, pero eso sí, sonriente
con esos enormes dentaduras, con las cejas tan grandes y largas que llegan a
unirse junto a su bigote.
Pobre niña que siempre siente
nostalgia por algo que nunca ha vivido. Mientras hablaba con la voz al otro
extremo de la oleada eléctrica, siguió dando vueltas a los postes de su cama,
luego al tocador y su escritorio, como si hubiera una araña tejiendo su tela,
lista para capturar su próxima víctima -tal vez ella misma.
Se dirigió hacia la terraza del patio, moviéndose como espía por las grietas
disponibles.
“¿Por qué eres tan tibia, Verona? Eres
tan observadora de los demás que olvidas vivir tú misma. ¿Por qué
tanta obsesión con los recuerdos que nunca fueron tuyos?”
Mira hacia delante y ve una serie
de campamentos situados a lo largo de la sierra, lejos del urbe.
“Es que me siento como si debería
estar viva durante otro siglo. Esta época, o este lugar hecho de concreto y
vidrio, no es para mí. Extraño lo que no conozco. El
ritmo más lento, el estilo de vida más tranquilo. Quiero
ir al desierto y encontrar el oasis de Canaán de hace miles de años. La Amazona
humeante como los conoció los Inca. Ahí, donde los colores son sepia y las
escenas son marcadas con parpadeos y carteles de diálogo, es donde quiero ir…
No sé.
“No me
alcanza la energía de vivir por mi propia cuenta. No sé, me gustaría un apretón,
un shok eléctrico. ¡Me gustaría—”
Y listo.

Sylvia Simioni 2013
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